Sabía que el auto estaba fundido. El motor quemaba aceite, el chasis picado por el óxido, el sistema eléctrico casi sin funciones.
Sin embargo, le puso el cartelito con el teléfono por si alguno picaba.
A las siete de la mañana iba por la autopista que circunda la ciudad y buscó entrar en la central.
Encaró la inmensa curva con esa colosal pendiente y apretó a fondo el acelerador. Él sabía que era como escalar la Montaña Rusa.
A metros del ápice el motor dijo basta. Un humo negro, aceite por toda la rampa y la total certeza que algo se había terminado.
Puso el freno de mano que extrañamente funcionaba y se bajó del auto. Seis metros y salía de la subida, pensó con remordimiento.
Algunos autos en la fila tocaron unas tímidas bocinas para mover el tránsito.
El auto de atrás era un Mini Cooper, pensó en pedirle que lo empuje y así salir de allí. Vio las diferencias de altura y la defensa de su auto ceñida con un alambre y solo hizo unas señas. Como el hombre no bajó el vidrio ni la música, se dio cuenta que le estaba diciendo que no con los gestos.
Fue a la camioneta de atrás y les pidió que lo ayudaran a empujar con el cuerpo su auto moribundo. Los tres muchachos de impecable traje se excusaron simpáticamente.
En el tercer coche iba una mujer que cuando lo vio llegar buscó la cartera para darle unas monedas. Siguió de largo.
Los dos autos siguientes ni siquiera lo miraron para no dejar de conversar.
Pasada la mitad de la curva ya era difícil hablar o preguntar por los ruidos y la exasperación.
En el último tramo algunos lo confundieron con personal de la autopista.
Al pié de la bajada en una camioneta de reparto el chofer le preguntó:
- ¿sabe si se va a mover esto?
Él miró desde lejos a su autito fundido, que todavía humeaba y le dijo:
- Si, claro. Y siguió caminando para ya encontrar la salida.
Alejandro Nevio Lemos
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