De
miradas
y
visiones
Alejandro Lemos
Lemos, Alejandro
De mirada y visiones. -1a ed- Buenos Aires: Argenta
Sarlep 2010
128 p. ; 20x14cm.
ISBN 978-950-887-XXX-X
NARRTATIVA Argentina. I. Título
CDD A861
©2009 by Alejandro Lemos
Editorial Argenta Sarlep S.A.
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Esta edición se terminó de imprimir en los talleres
gráficos G&G
Udaondo 2642 Lanús Oeste durante el mes de febrero de
2010.
A mi mujer Gabriela,
que con su energía
ilumina el camino de mis escritos.
A mis hijos,
Marcelo
Juan Manuel
Carolina
Y Belén
PRÓLOGO
Nunca me resulta sencillo acceder al pedido de comentar
la
obra de otro escritor. Cierta timidez congénita se suma
al conocimiento
de los rigores de la profesión. Sé, por experiencia,
cuánto padecimiento
se oculta detrás de una obra terminada, cuántas idas y
venidas del
pensamiento, del ánimo, de la inspiración y del tedio que
nos produce a
veces nuestro propio trabajo. Y estando en esas lides, y
sabiendo en carne
propia lo difícil que resulta dar por terminado un libro,
desprenderse
de él, darlo a conocer a los demás, puede ocurrir que
cualquier opinión
ajena, exterior, de alguien que recién se asoma al
asunto, puede pecar de
prematura, de atolondrada, de prejuiciosa, más allá de su
buena voluntad
y sus mejores intenciones.
En otras palabras: la prudencia y cierto espíritu gremial
me llevan
a declinar, casi siempre, los pedidos de mis colegas. Sin
embargo, de
tanto en tanto pongo a un lado mis circunspectas negativas
y digo que sí,
y acepto el desafío.
Lo hago porque sí, o llevado por oscuras intuiciones o
repentinos
impulsos que, de repente, me aconsejan que esta vez sí,
que en este
caso debo responder afirmativamente al amable pedido del
autor. No
hay una regla al respecto: no es que acepto en el caso de
los amigos y me
niego con los desconocidos, ni que me avengo con los
novelistas y desairo
a los cuentistas, ni que reniego de los caballeros y me
rindo, gentil,
ante las solicitudes de las damas.
Sin embargo, me alegra que los azares de estos pedidos y
sus
respuestas me hayan puesto en el camino los cuentos de
Alejandro. No
nos conocíamos con anterioridad, y me asomé a su obra a
partir de la
más absoluta inocencia. Sepa el lector que no salí en
absoluto defraudado.
Aquí es donde un simple escritor como yo, que no cuenta,
como los
editores y los críticos, con las herramientas de la
clasificación y el análisis
de los textos, se las ve en figurillas para explicar por
qué estos cuentos
me han gustado. Es difícil explicar el por qué de la
empatía, del gusto,
del placer. Baste con decir que estas historias me
despertaron todo eso.
No sé si existen hilos conductores que liguen de algún
modo
estas historias porque, lejos de repetirse, ellas se
abren en el infrecuente
atractivo de la variedad. Viven, en estas páginas,
hombres enamorados
que escriben en cuadernos mágicos palabras definitivas
para las mujeres
a las que aman, o que padecen hipos terminales que
amenazan acabar
con las vidas que han meticulosamente construido, o que
reencarnan
atravesando y siendo atravesados por la Historia. También
hay mujeres
que se sueñan selváticas y damas dispuestas a recoger
cosas que no debieran
habérsenos caído, y pacientes que recuerdan a médicos que
han
sabido salvarlos, y gaviotas que han estado a punto de
extraviar el mar,
y amigos que se aventuran en la recuperación de las
mariposas. Hay un
músico que toca la tuba mientras su mundo cambia para
siempre. No
falta un secuestro y un hallazgo, ni un camionero cuyo
mundo de repente
vira al azul, ni una historia epistolar entre dos vecinos
que aprenden a
conocerse a fuerza de apilar palabras y más palabras.
Si la enumeración es caótica, piense el lector que es un
defecto
de quien escribe estas pocas líneas introductorias, y no
del autor de
las historias que se dispone a disfrutar. Porque todas
ellas respiran una
profunda humanidad que las hermana. Y están bien
escritas, lo que al
fin y al cabo es una virtud grandiosa en este mundo que
renuncia cada
vez más a la pausa –y a la belleza- de elegir el adjetivo
correcto y el verbo
pertinente. Dejémonos de introducciones y prólogos, y
permitamos al
lector que se aventure en sus aventuras. Al final del
viaje se sentirá mejor
que antes de iniciarlo, como corresponde que suceda
cuando uno toma
contacto con las cosas bellas.
Eduardo Sacheri
Dúplex
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
lunes, 16 de Enero de 2006 12:18
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Explicación
Señorita Beatriz:
Le llamará la atención que, siendo el vecino contiguo a
su
casa, le escriba este correo electrónico. Es que a pesar
de encontrarnos
en distintas oportunidades entrando o saliendo, ambos
parecemos tener una vida muy activa y apurada; por lo que
percibí
que no íbamos a poder sostener un diálogo más allá de los
saludos que nos enviamos cada vez que nos cruzamos.
El motivo que me lleva a remitirle este escrito, es casi
trivial;
pero como soy una persona respetuosa, me siento obligado
a comentarle
algo que sucedió el fin de semana pasado y que, estoy
seguro, usted observó.
La hermosa enredadera que tiene en el jardín, colocada en
la pared que limita nuestras casas, estaba penetrando en
forma
desordenada en el lado de mi patio. Fue entonces que,
conociendo
mi placer por admirar los jardines pero sabiendo de mi
limitación
para tenerlos cuidados, decidí podar prolijamente las
ramas
hasta el borde de su propiedad.
Mi comentario, acerca de que usted de seguro habría
registrado
esta situación, es porque en distintas oportunidades la
observé
involuntariamente realizando tareas en la cocina y su
fondo.
Como habrá notado, he tratado de ser sumamente prolijo,
evitando que no se cayeran hojas y vástagos de su lado
para no
ensuciar y crearle una molestia.
Según me pareció, nuestras miradas se cruzaron en dos
oportunidades,
y noté que se mostraba inquieta por mi presencia en
la altura del muro.
No sé por qué dudé en comentárselo verbalmente en los
momentos
en los que tuvimos más proximidad. De todas maneras,
le pido que me disculpe si le he causado alguna molestia.
Esperando haber aclarado esta situación.
La saluda:
su vecino Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
domingo, 22 de Enero de 2006 21:32
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto:
Contestación a su correo
Señor Fernando:
Le pido disculpas por el retraso en la contestación. Como
usted
bien lo aclaró, soy una persona muy ocupada y, cuando
estoy
en mi casa, me da un gran placer disfrutarla; así que se
me fueron
pasando los días, aunque tenía presente todo el tiempo el
darle
una respuesta.
Desde ya le agradezco que se haya tomado la molestia de
podar
la enredadera y que se esforzara en los detalles, dado
que es
una especie única no originaria de este país.
Le confieso que ni bien lo vi, me sentí intrigada; aunque
rápidamente
comprendí cuál era su propósito. Quizás, y esto lo estoy
pensando ahora, me consideré mortificada porque debería
haber
sido una tarea mía.
Con el pasar de las horas, su presencia me incomodó un
poco;
pero, cuando observaba que usted miraba hacia el interior
de mi
casa, no lo vivía como una intromisión, dado que su
contemplación
estaba como perdida entre sus pensamientos.
Desde ya voy a tomar los recaudos para que no se tenga
que
molestar más, y le pido que entienda que, en diferentes
oportunidades,
me verá trepada en la pared realizando los cortes
necesarios.
Afortunadamente este tipo de planta tiene un crecimiento
importante en el verano, pero en el invierno entra en un
letargo
que hará que las veces que me note asomada serán muy
pocas.
Nuevamente le doy las gracias y considero esta forma de
comunicación
muy útil para dos personas como nosotros. Me pregunto,
y es una curiosidad extraña en mí: ¿como es que conocía
usted mi casilla de correo?
Lo saluda:
su vecina Beatriz
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
sábado, 28 de Enero de 2006 0:48
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Aclaración
Señorita Beatriz:
Tengo la necesidad de comunicarme nuevamente con usted,
porque me temo que no ha sido completamente franca mi
anterior
comunicación. Y considerando el hecho de que estamos
generando
una relación, me siento obligado a ampliar los hechos
que acontecieron luego de terminado el corte de la
enredadera.
Por la noche, usted recordará que hacía mucho calor; por
lo
cual me puse un sillón de jardín en el patio, a oscuras,
con la finalidad
de refrescarme con la suave brisa que circulaba.
Mi mente estaba en un lago dorado cuando irrumpió el
pensamiento
frenético de observar cómo había quedado la podadura.
Puse la escalera y, sin ninguna intención (esto creía en
ese
momento), me limité a mirar lo cortado. Como no se veía
nada y
no quería llamar su atención con la luz de una linterna,
dejé llevar
mi curiosidad a su persona, que estaba cocinando y que,
por
escuchar música, se movía graciosamente.
Para mí es muy importante que usted sepa lo avergonzado
que estoy, y me siento profundamente compungido por mi
accionar
(aún más de lo que pueda imaginar), dado que también
continué con ese ritual durante las cinco noches
siguientes. Claro
que ya no desde el muro, sino que fui perfeccionando la
postura,
colocando la escalera en el fondo de mi propiedad y
logrando un
mejor ángulo y perspectiva.
Quizás usted desconoce que soy un artista plástico y que
me
dedico con entusiasmo al surrealismo clásico, razón por
la cual
he encontrado en esta metodología una inesperada fuente
de inspiración.
Sé que esto no es suficiente para realizar un descargo en
relación
a mi actitud vergonzante, y estoy profundamente
arrepentido
de lo que estoy haciendo; incluso aún menos aliviará la
tensión el decirle, con franqueza, que continuaré
mirándola; inclusive
durante el día.
La saluda afectuosamente:
Fernando
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
martes, 31 de Enero de 2006 23:51
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Esperando respuesta
Beatriz:
He estado expectante, durante dos días, por recibir una
respuesta
tuya. Me parece que el no haber contestado tu pregunta
acerca de la casilla de correo, me coloca en una posición
de inconfiable,
o poco claro al menos.
Es por esto que te voy a contar cómo fue. Y con la
aclaración
del tema verás que soy honesto, y podrás de esta manera
mantener
una correspondencia conmigo.
Desde hace un tiempo deseaba tener un contacto con vos
por
esta vía. Fue entonces que un día (espero que me creas
que no recuerdo
cuándo, pero fue hace mucho), a la salida del tren, vi
que
entrabas a un ciber. Me fijé bien en qué lugar y, ni bien
saliste,
ocupé tu puesto.
Entré entonces en los servidores de correo más conocidos
y
¡bingo! Habías dejado, al salir, el usuario puesto. Para
que veas lo
correcto que soy, ni siquiera me fijé si habías olvidado
la contraseña;
así que no me metí en tu correspondencia; sólo necesitaba
tener tu cuenta de correo.
Sé que vas a pensar que esto es muy raro. Te confieso
que,
si me pasara a mí, pensaría lo mismo; es por esto que, a
pesar
de contarte exactamente cómo fue, te digo que no hubo
ninguna
maldad en mi actuar y que fue la casualidad quien llevó a
que te
encontrara, y a que vos no estuvieras allí por mucho
tiempo como
para que yo me hubiese aburrido y me hubiera ido.
De todas maneras, al recibir mi correo, vos también
adquirís
mi casilla y así, de esta forma, los dos tenemos un
conocimiento
equitativo en cuanto al saber de lo privado del uno y del
otro.
Espero que ahora sí me contestes, y podamos tener una
relación
electrónica para conversar nuestros temas de vecinos. Sé
que no estuve del todo bien, pero no te enojes.
Saludos:
Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
sábado, 18 de Febrero de 2006 19:18
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: Indignación
Sr. Saucedo:
No sé cómo expresarle el extremo disgusto que tengo luego
de haber leído sus correos. Debo aclararle que soy
psicóloga de
profesión, y que tengo bien clara la patología que usted
padece.
Podrá poner cualquier excusa pero ninguna de ellas
limpiará su
personalidad enfermiza.
A causa de la furia que sentí en las primeras horas, me
fui a lo
de mi abogado para iniciarle una demanda; algo que me
exacerbó
aún más, dado que, según él, no se puede hacer nada con
alguien
que se sienta dentro de su propiedad en el tope de una
escalera,
noche y día, mirando para otro lado.
Con semejante fastidio, inicié un expediente en la Municipalidad a fin
de incrementar la altura de la medianera, por lo que
guardaba una esperanza de eliminarlo de mi vista. Lamentablemente
me comunicaron que no es posible, porque ya está
estipulada
la elevación máxima y no se puede alterar.
Mis amigos me han recomendado que coloque cortinas
oscuras
en la cocina; así quedaría usted imposibilitado de
regocijarse
con mi presencia. Algo a lo que, por supuesto, me negué;
soy una
amante de la luz y el sol es una parte indispensable en
mi vida.
Este enojo y la violación de toda mi intimidad deberán
ser
reparados por usted; así que le ordeno que termine con
esta actitud,
dado que dependo de su poca cordura para poder sentirme
resarcida en el daño que me ha hecho.
Además, me siento en inferioridad de condiciones. Lo veo
sentado a toda hora en la escalera; pero usted me observa
en distintas
actividades, afortunadamente todas ellas en la cocina o
el
living.
Tómese su tiempo, reflexione, y piense de qué manera
podemos
llegar a un acuerdo sin que la violencia me invada. No
tome esto como una amenaza, ya que el iniciador de
semejante
desequilibrio fue usted.
Por último, deseo decirle dos cosas: no pienso alterar mi
vida
cotidiana por un vecino maniático, así que saldré al
fondo a mantener
mi jardín y lo ignoraré como si no existiera. Y, por
favor, no
me llame nunca más “señorita” o Beatriz.
Además, cuando tenga
una respuesta, la quiero recibir con la mayor corrección.
Atentamente:
Sra. Uyoa
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
viernes, 24 de Febrero de 2006 22:45
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Solución
Lic. Uyoa:
Lamento tanto haberle ocasionado tal cantidad de inconvenientes.
No crea usted que no me debato en una lucha diaria. Por
una parte es para mí un profundo arranque de iluminación;
y,
por otra, estoy invadido de un constante arrepentimiento.
Llevados
a la práctica, esta compulsión provoca que mis obras
estén en
su máxima expresión.
Sé que usted no valora mi ocupación, incluso cree que son
excusas lo que considera una patología; algo que en mi
personalidad
me mantiene en una constante y necesaria pesadumbre.
Me llama la atención que me trate como una persona descortés
y vulgar, algo tan alejado de mi forma de ser. En las
oportunidades
en las que sale al jardín, trato de bajar la vista para
hacerla sentir menos incómoda. Incluso, cuando se pone a
tomar
sol, intento sólo hacer unos bosquejos para reducir el
tiempo de
exposición de mi mirada y así darle más confort.
Me he mantenido muy ocupado con mis pinturas, pero
conservé
siempre presente su pedido de resarcimiento, que
considero
justo. Es por esto que he pensado una forma práctica, y a
la vez contundentemente sencilla, para que revierta esta
opinión
tan desagradable de mi personalidad.
Dado que los dúplex son iguales, y que usted se considera
en
una posición de desventaja, a mí se me ha ocurrido que si
intercambiamos
por una semana nuestros hogares, podrá ponerse en
el tope de la escalera y verme a mí. De esta forma notará
que no
es nada malo lo que estoy haciendo.
Por otra parte podemos tomarnos esto como unas mini
vacaciones,
sin alterar nuestros horarios de trabajo; para así
cumplir
con nuestras obligaciones, y sacarnos la duda de que en
este entredicho
no hay una perversión.
Yo me siento en condiciones de realizar el cambio cuando
lo
pida, y le aclaro que contraté a una señora para que
realice una
minuciosa limpieza. Así, de esta forma, se sentirá como
en su
casa. No es mucho lo que tenemos que llevarnos; pienso
que con
una pequeña valija estará todo solucionado y en siete
días habrá
cambiado de opinión y se sentirá mejor.
Cordialmente:
Fernando Saucedo
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
domingo, 26 de Febrero de 2006 15:02
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: RE:
Solución
Sr. Saucedo:
Nunca escuché algo tan disparatado como la propuesta que
me ha hecho. Únicamente una mente como la suya puede
imaginar
una situación tan ridícula. El sólo pensar que le dejaría
mis
pertenencias más íntimas, o contestar el teléfono, o
recibir mi
correspondencia me da escalofríos.
En mi anterior carta, le indiqué que estaba esperando una
reparación; y no encuentro en su solución mágica algo que
me
explique por completo que su sofisticado sistema para
conseguir
inspiración es inocuo.
Estoy de acuerdo con que su presencia, con el pasar de
los
días, se fue tornando más inofensiva y que llegué a
sentir su ausencia
en los momentos en los que estaba fuera de la escalera.
Claro está que puedo dejar la casa en una completa
desolación
y así sentirme más segura de que no me está engañando con
el tema de ser artista. No tome esto como un sí, sino que
estoy
tratando de ayudarlo en su problema.
Considere que también me balanceo en una dualidad. Por
una parte, continúo irascible por su actitud; y por otra,
intento
ejercer mi profesión y brindarle ayuda psicológica; que
la necesita,
y mucho.
En el supuesto caso de aceptar, sería una acción de mi
parte
con el fin de asistirlo en su compleja situación. Pero
quiero que le
quede bien en claro el hecho de lo agraviada que estoy, y
de que
sigo a la espera de una profunda compensación de su
parte.
También estoy muy intrigada con la manera como podrán
desarrollarse
los acontecimientos. ¿Qué hará usted en esos días?,
¿cómo hará para quedarse en una posición de observado?,
¿podré
yo colocarme en la posición de mirona? Quizás estas
preguntas
y otras más son las que me atraen para contestarle que
sí, a
pesar de mi irritación.
Voy a solicitarle que sigamos con este sistema de
comunicación;
por lo tanto, establezcamos con claridad cuándo
realizamos
el cambio; y que éste se produzca sin ningún intercambio
de palabras.
Por mi parte, podré tener todo listo el viernes próximo.
Si
a usted le parece, lo dejamos ya fijado y, al salir a
trabajar, nos
cambiamos de casas.
A la espera del día indicado, lo saluda:
Beatriz Uyoa
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
lunes, 6 de Marzo de 2006 16:27
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Olvido
Señora Beatriz:
Lamento tener que comunicarle que he cometido un error
involuntario. Cuando armé mi bolso para pasar la estadía
en su
casa, cargué mis artículos de tocador sin observar que el
frasco
de la crema de afeitar estaba casi vacío, por lo cual en
la mañana
de hoy la terminé. Como tengo un repuesto nuevo en el
botiquín
del baño, se me ocurrió que usted podría buscarlo y, para
no incumplir
con lo pactado, me lo podría pasar por la medianera.
También, y prestando atención a las fragancias de su
hogar,
me di cuenta de que no está cocinando esas aromáticas
tortas que
hacía por las noches. Por lo que me tomé la libertad de
buscar en
su alacena algunas cajas, y desconociendo cuáles de ellas
serían
de su preferencia, le pasaré tres o cuatro para que
decida a su
gusto y le sea más confortable la permanencia en mi
residencia.
Me siento muy cómodo en su casa, y estoy tratando de ser
cauto con los lugares que toco. A decir verdad, cuando
llegué,
no sabía si guardar mi ropa en los estantes del
dormitorio. En
un principio, dejé el bolso en el piso; pero luego de dos
días de
tropezármelo incesantemente, decidí abrir el último cajón
de la
cómoda (esto fue al azar y totalmente fortuito). Fue
entonces que
me quedé embelesado con el interior multicolor y
sugestivo de
sus prendas íntimas.
Según mi punto de vista, la relación que usted muestra en
la
ropa al exterior difiere radicalmente con la intimidad
que mantiene
ese ajuar sensual con el interior de su cuerpo. Recuerde
que
la he dibujado en traje de baño y tengo bien presente sus
medidas;
por lo tanto no tuve que hacer ningún esfuerzo para
transpolar
en mi imaginación tanto erotismo.
Sé que se va a fastidiar con lo que le estoy contando,
pero hay
algo que usted no sabe de mí: siempre digo la verdad, y
tampoco
oculto lo que pienso. Esta situación me lleva a que me
regañe y
elabore interpretaciones sobre supuestas patologías y
desviaciones
en mi personalidad. Quizás por la inclinación artística
que
tengo, me resulta más fácil mirar con el ojo del artista,
y veo cosas
que otros no ven; y usted juzga en mí el hecho de ser
surrealista
freudiano.
La saluda:
Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
jueves 9 de Marzo de 2006 10:55
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: Sin
solución
Sr. Fernando:
Nuevamente usted toma la iniciativa en buscar mi
irritación,
y con esa actitud pueril me quiere convencer de que fue
un error
del azar el que lo llevó al cajón de mi ropa interior.
Quiero que
sepa que la he dejado adrede, porque estaba segura de que
iba a
ponerse a husmear por los rincones, buscando un secreto
mío,
que (usted no lo sabe) es un problema en su fantasía.
Más allá de que acepto los comentarios acerca de lo
distinta
que soy en mi adentro y en el afuera, es algo que he
trabajado
muy activamente, y es también un halago que alguien que
no me
conoce pueda tener la sensibilidad para observar los
mínimos detalles
que se le aparecen.
No tome este cumplido como una autorización al descontrol
que a usted le gusta tanto. En estos días también pude
observar
algunos detalles en su vivienda: la casa está plagada de
pinturas
que, si bien parecen quedar enmarcadas como un retrato,
tienen
un filo erótico que me mantuvo en una constante
reflexión.
Por otra parte, estuve varias horas, en distintos días,
mirando
desde su escalera. No sé cómo puede perder el tiempo en
esa
forma tan estúpida. Lo único que me quedó claro es que
usted,
al sentirse mirado, se ufanaba paseándose en calzoncillos
con la
clara intención de provocar no sé qué en mí.
No veo la hora de terminar con esta tontería y, a decir
verdad,
no he encontrado en el cambio de casas una alternativa
terapéutica
que lo pueda ayudar en su desvarío.
Le anticipo que nada de lo que hemos hecho puede concluir
con el esperado desagravio de haber invadido mi
correspondencia
y mi vida entera. Desde ya le doy una última oportunidad
para
que esta situación se revierta.
Se lo comento de esta forma para que tome conciencia del
daño que usted ha producido en mí; y, considerando que en
pocos
días estaremos en nuestras casas, no desearía seguir viéndolo
sentado en esa escalera que, además, es muy incómoda.
A la espera de su respuesta:
Beatriz Uyoa
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
martes, 21 de Marzo de 2006 22:07
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Solución definitiva
Señora Beatriz:
He tomado en cuenta la determinante actitud que me ha
mostrado, y es por eso que decidí no estar más en la
escalera.
Tiene usted razón en que es muy incómodo pasar horas
sentado
en esa posición tan penosa; y considerando que pronto
llegará el
tiempo frío, he pensado en construir un atelier en la
pared que
da al fondo de la casa.
Seguro que estará pensando: ¿en qué la beneficia el que
realice
semejante construcción? Es notorio que, a mí, en mucho;
pero a
usted, también. De esta forma, no me verá más allá que
detrás de
un ventanal, y con eso reduciré la incomodidad que le
provoco.
Lo que sí lamento es que durante unas semanas tendrá que
soportar el fastidio de la obra, con los ruidos que
conlleva y la
suciedad que provoca.
Mi preocupación es, aunque no le parezca, mucha. Piense
que
durante todo ese tiempo no podré verla y, desde lo más
profundo
de mi ser, le comento que ya estoy sintiendo esa
ausencia. Ahora
sí estoy seguro de que se sentirá mejor porque no se
considerará
mirada, y podrá hacer su vida normal.
Tengo la idea clara de cómo será; sólo falta que me
encuentre
con mi arquitecto y que resuelva el tema de la aprobación
de los
planos. En la planta baja estarán los materiales y las
pinturas terminadas;
ésas que a usted tanto le gustaron. Y el piso de arriba
será mi lugar de trabajo, donde estaré cómodo y seguro.
Espero
que la edificación no le provoque ningún daño a su
jardín.
Afortunadamente con el conflicto solucionado, la saluda:
Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
sábado 25 de Marzo de 2006 9:36
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: RE:
Solución definitiva
Señor Saucedo:
Definitivamente usted no está loco. Es un caradura,
irresponsable,
malicioso, sinvergüenza, dañino, solapado y ventajero.
Mire, no tengo la posibilidad de decirle con exactitud
todos los
adjetivos que se me pasan por la mente al leer su correo.
Usted agrava en cada paso la posibilidad de solucionar
este
problema. Estoy tan enojada que no puedo creer que le
tenga que
escribir a alguien tan cerrado y egoísta, y que me está
haciendo
la vida imposible.
Por supuesto que ni pienso ir a la Municipalidad. Seguro
que
usted ya tiene la razón de antemano. Tampoco le voy a
pedir que
no realice semejante obra; la cual, como dice, lo
beneficia en mucho
¡Pobre hombre!, ¡va a pasar frío en el invierno! Y, como
si
fuera poco, ni bien esté terminada, va a regocijarse
viéndome en
la parte superior de mi casa, ¡qué ingenua que fui!
No soy una mujer violenta; aunque, si me preguntaran
ahora
qué haría con usted, se me ocurren tantas cosas. Pero
todas ellas
me incriminarían seriamente.
Lo único que me queda por hacer es vender mi casa. ¿Por
qué
tengo que vender mi casa? ¡Mire! ¿Quiere verme desnuda
cuando
salgo del baño? ¿Quiere verme en mi cama dormir?;
entonces
¡hágalo!, y ¡váyase a la mierda!
No, no, no,… por mí, y sólo por mi autoestima, usted va a
pagar
todas estas cachetadas que le da a mi intimidad. Va a
amortizar
todo esto como sea, ¿me entiende? No sé todavía cómo,
pero
ya se me ocurrirá algo en lo que usted contribuirá, con
dinero, el
placer gratuito que tiene.
Tenga claro que el final del conflicto ni siquiera
comenzó.
Beatriz Uyoa
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
domingo 26 de Marzo de 2006 11:12
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: Su
obligación
Señor Saucedo:
Lo que le voy a decir en este correo no es un pedido,
sino una
obligación que usted tiene para conmigo. También quiero
que le
quede claro que esto no resarce todo lo que ha hecho; y
que me
reserve, para el futuro, otras inquietudes.
Una de las cosas que me molestan de mi casa es tener un
líving
largo y angosto, cuando lo ideal sería que tuviera el
ancho de
los dos terrenos. Es por esto que he pensado, ya que está
reuniéndose
con su arquitecto y que va a empezar la construcción, que
analice con él la idea de unificar el líving mío con el
suyo.
No es mucho lo que hay que hacer: tirar una pared; y, si
se
levantan dos más hacia adentro, nos puede quedar un
pequeño
escritorio o un consultorio para mí.
Le aseguro que no hay un no por respuesta; sólo atenderé
preguntas suyas acerca de dimensiones, lugares, y color
de la
pintura.
Atentamente:
Lic. Beatriz
Uyoa
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
lunes, 27 de Marzo de 2006 2:18
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto: RE:
Su obligación
Señora Beatriz:
Estoy consternado por el correo donde se la nota
descontrolada.
Nunca tuve semejante intención, pero se ve que no me di
cuenta del mal que le estaba haciendo. A decir verdad,
aún no sé
por qué se ha puesto así.
De todas maneras asumo que la he mortificado y, si a
usted
le parece correcta esta forma de indemnización, estoy de
acuerdo
en realizarla.
Tomás Acevedo es mi arquitecto. Si le parece bien, le
paso la
idea a él, y que nos muestre un proyecto.
De más está decirle que correré con todos los gastos.
Atentamente:
Fernando
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
jueves, 20 de Abril de 2006 23:52
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Reformas
Señora Beatriz:
En el adjunto podrá encontrar el plano de las reformas
que
sugirió. Como verá, con el desplazamiento que propone,
quedó
más armonioso; y permite un buen espacio como para
cumplir
con su deseo de tener su lugar de consulta.
Recuerdo muy bien su mobiliario, y estará de acuerdo
conmigo
en que no es compatible con el mío. Es por esto que, en
el segundo
adjunto, localizará distintas páginas que copié de
internet
para que realice una búsqueda de los muebles que le
parezcan
apropiados.
Si está usted de acuerdo, se podrá comenzar con la
reconstrucción
en una semana.
Tengo una duda, y ésta no inhabilita el que ya es un
hecho lo
pactado: ¿cómo vamos a hacer con el uso de un living
compartido?
Atentamente:
Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
sábado 22 de Abril de 2006 10:53
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: RE:
Reformas
Sr. Saucedo:
Gracias por su pronta respuesta. El trabajo de su
arquitecto
es muy bueno. Me pondré en estos días a ver los muebles.
De
cualquier forma no es urgente, porque todo estará
terminado
para fines de mayo.
Con respecto al uso del espacio compartido, le comento
que
he observado y sentido que sus amistades son casi siempre
las
mismas, y usted es más proclive a tener reuniones los
domingos.
Así también es mi intención atender en mi casa; por lo
tanto, se
me ocurrió este esquema: los martes, jueves y sábados, el
líving
es para mi uso. Y los miércoles, viernes y domingos es
para usted.
Los lunes no tendremos visitas ninguno de los dos.
La limpieza estará a cargo de la señora que me ayuda y le
pido
que, cuando sea un día mío, en el momento en que tenga
que
entrar o salir, actúe lo más discreto posible.
Atentamente:
Beatriz Uyoa
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
lunes, 12 de Junio de 2006 0:31
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Agradecimiento
Beatriz:
Le quedo muy agradecido por haberse encargado de los
detalles
que me hubiesen llevado un tiempo tremendo. De más está
decirle que el líving compartido ha quedado muy bien; y
es una
comodidad, estimo, para los dos.
Esta situación de contigüidad entre nosotros, sin mediar
palabras
y con el costumbrismo de lo conocido y lo por conocer,
me está provocando una serena euforia que deseo mantener
activa
para llegar al final de esta historia que ni mis amigos
pueden
creer cuando la comento.
¿Me parece a mí o usted está cambiando ciertos hábitos?
En
un principio, ni bien me instalé en mi atelier, usted
salía de bañarse
con la bata que tiene colgada en el perchero del baño.
Ahora,
en estos últimos días, he notado que sale sin
preocupación
en ropa interior. ¿Será casualidad o tendrá una actitud
distinta
reservada para mí?
De cualquier manera esta nueva característica me está
demandando
la necesidad de dispensar mayores momentos en mi
atalaya, y estoy resignando un valioso tiempo para
mirarla; por
lo que no puedo cumplir con mis obligaciones.
Por otra parte, me sucedió algo extraño el pasado
viernes:
tocó a su puerta el cartero. Ni bien abrí, le llamó la
atención que
atendiera por su casa (y esto lo digo porque se notaba en
su cara
la extrañeza por la situación); pero aún fue mayor el
desconcierto
cuando, sintiéndole los pasos por la vereda, se dirigió a
mi puerta
y llamó para que lo atendieran. Al pobre hombre se le
dibujó, en
la cara, un extenso pasmo que no supo disimular.
Pienso, si le parece, que derribemos las dos puertas y
coloquemos
una en el centro. De esta manera quedará más elegante
la entrada y evitaremos que nuestro pobre cartero caiga
en la
confusión eterna.
Contésteme si está de acuerdo y comenzaré de inmediato
con
este pequeño arreglo del que, lamentablemente, no nos
dimos
cuenta en un principio.
Saludos:
Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
lunes 3 de Julio de 2006 14:17
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: RE
RE: Reformas
Fernando:
Me encanta que se haya dado cuenta de ese cambio y de otros
que estoy haciendo para llamarle la atención. Dentro de
mí se ha
producido una explosión que tiene su momento mayor de
gloria
en su reconocimiento de que no puede cumplir con sus
obligaciones.
Notará que no estoy enojada, aunque mi capacidad de solicitarle
pagos por su tontería de mirarme, le está saliendo muy
cara
y no tiene idea cuánto más costosa aún soy.
Me cayó muy simpática la historia del cartero. Con
imaginármelo
en esa situación tan ridícula me largué a reír por un
buen
rato. Estoy de acuerdo en que debemos hacer esa reforma,
y
concuerdo con usted en que el frente quedará más
imponente y
se acabarán, de esa manera, los malos entendidos.
Deberíamos
poner los dos números, uno debajo del otro; y así no
habrá más
confusiones.
Con respecto a este tema, estuve pensando en usted y en
su
necesidad de tener jardines, y en la mía de gozar con una
cocina
grande. Es por esto que, ya que vamos a estar en obra
otra vez,
le propongo hacer una pequeña reforma en el fondo de la
planta
baja.
Su arquitecto, no me acuerdo ahora cómo se llama, podrá
entender
rápidamente la idea. Es sólo tirar la medianera y la
pared
que separa las dos cocinas. Con respecto al jardín
compartido,
me encargaré yo de cuidarlo; e incluso le dejo a usted el
diseño,
para que desarrolle su mejor inspiración.
Con respecto a la cocina, es claro que usted siempre pide
comida
desde afuera y no cocina nunca. Con ese lugar unificado
estaré
más tiempo en la planta baja, y recuerde que es donde
mejor
le da el sol.
Lo único que le voy a pedir es que comience con las
reformas
el mes entrante, porque durante el fin de semana va a
venir una
amiga de Montevideo, y se quedará a dormir en mi casa por
veinte
días. Le demando además que sea discreto cuando nos mire:
ella no sabe nada de todo esto.
Atentamente:
Beatriz
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
miércoles, 5 de Julio de 2006 2:09
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Mascota
Beatriz:
Me alegra tanto este cambio de actitud. Me parecía
increíble
que me confundieras con uno de tus pacientes. De paso te
comento:
cuando por casualidad veo que entran o salen y me fijo
bien en las caras que tienen, no entiendo cómo hacés para
estar
a solas con esa gente.
Te quiero comentar que me di cuenta del cambio de peinado
y del corte de pelo; también de lo delgada que estás y de
la nueva
ropa que has estrenado y que va de acuerdo a tu interior.
Me parece muy buena tu idea de unificar el fondo, ¿será
mucho
problema tener una mascota? Dejo a tu criterio si te
gustan
más los perros o los gatos.
Ya que nos vamos a mover entre obreros por unos meses, se
me ocurrió que podemos hacer también una pequeña reforma
en
la parte superior. Si lo recordás bien, tu baño da a mi
habitación
y el mío queda en espejo de la tuya: si vos usaras mi
baño y yo,
el tuyo, podríamos tenerlos en suite con una buena
iluminación;
y quedaría lugar para hacer de esa parte del pasillo un
pequeño
vestidor.
¿Qué te parece la idea? Si estás de acuerdo, lo llamo a
Tomás.
(Tomás Acevedo, por si no lo recordás). Pienso que en
unos días
nos mandará el proyecto, y cuando tu amiga se vaya
podemos
darle inicio a esta parte final de nuestra relación que
está llegando
al equilibrio que tanto deseábamos.
Con respecto a tu amiga, no te preocupes: debés de
haberte
dado cuenta de que casi ni se nota cuando te miro; así
que no te
inquietes, que voy a comportarme de la misma forma.
Tengo una pregunta: ¿dónde va a dormir? Que yo sepa,
tenemos
un solo dormitorio cada uno. Me imagino que no la harás
dormir en tu consultorio. No es un problema mío, pero te
lo comento
porque no me gustaría que quedes mal con ella.
Un cálido saludo:
Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
martes 22 de Agosto de 2006 8:56
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto:
Respuestas
Fernando:
Disculpáme que no te pude escribir antes. Con la visita
de
Mariela primero, después con todo el lío de la nueva
construcción,
se me pasó el tiempo volando.
Primero quiero comentarte que quedó todo muy bien. Este
muchacho Acevedo es muy prolijo en los detalles. Con
respecto
al uso que le podemos dar a la cocina: vos, qué estás más
en la
casa, la usás cuando yo no estoy; y, cuando llego, me
dejás cocinar
mientras vos estás en tu fervor artístico.
Después vos me preguntaste si podemos tener un animal. A
mí me gustan los gatos, así que buscá la raza que más te
guste. Te
pido que sea de pelo corto para que no ensucie tanto.
¿Quién va a
ser el responsable? A mí me queda claro que vos. Me
parece, por
el hecho de que vos lo pediste.
Te doy las gracias por lo bien que te portaste en la
visita de mi
amiga. No sé cómo lo estás haciendo, pero cada vez se
nota menos
que estás observando. De lo que sí me di cuenta es que
estás
muy activo, porque desde el jardín veo las pinturas
terminadas.
A mí me parece que te vas consolidando en un estilo
onírico.
¿Estás por hacer alguna muestra? Avísame. No es por ver
tus
obras (que las conozco a todas), sino que me interesa
escuchar lo
que otros comentan en la exposición para entenderte
mejor.
Te dejé unas porciones de torta, que hice, para que las
tengas
para el desayuno. Y estuve pensando que no es bueno que
comas
esa comida chatarra que comprás; así que te voy a dejar
en la
heladera distintos platos para que te alimentes mejor.
También
podés usar los vinos de la bodega que hicimos poner.
Afectuosamente:
Beatriz
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
jueves, 24 de Agosto de 2006 23:20
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto: RE:
Mascota
Beatriz:
Estoy muy contento con que te hayas decidido por el gato.
El
colorado americano es uno de mis preferidos; podemos
dejarlo
en el jardín y la cocina, y que él vaya eligiendo su
lugar en lo que
queda de las dos casas.
No sé si te va a interesar, pero en tres semanas presento
algunas
obras en una galería de arte en Recoleta. Te comento que
en
ese lugar me compran a menudo, y que soy bastante
requerido.
Ahora: entender lo que la gente habla cuando mira mis
pinturas
es otra cosa. Usualmente no le doy importancia. Pero si a
vos te
interesa, te aviso; para que vayas un sábado, que es
cuando más
personas van y yo no voy.
Me di cuenta de que te diste el gusto de comprar ropa más
informal y dejaste esos trajecitos tan apagados que te
ocultaban
de la luz. Si no te parece mal, por el color de tu piel,
te quedarían
espectaculares los colores pastel. Probálos, a ver si te
gustan.
La torta estaba riquísima; y si hacés en otra
oportunidad, me
la voy a devorar como ésta. Siento que me llega un aire
cálido
cuando me decís que vas a cocinar para que no coma esa
porquería
todos los días. Es un detalle, de tu parte, que me hace
sentir
muy cuidado.
Por otro lado, si te gusta algún cuadro del atelier para
que
lo disfrutes en tu casa, entrá y tomálo a tu antojo. Está
siempre
abierto.
Pensándolo bien, no sé cuándo es tu cumpleaños. Me
gustaría
saberlo, así te hago un cuadro especial para vos. Digo
especial
porque todos mis cuadros de este año están inspirados por
vos.
Cariños
Fernando
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
viernes 22 de Septiembre de 2006 12:57
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto:
Visita a galería de arte
Fernando:
El sábado pasado fui a ver tu exposición. Cuando dije que
era
amiga tuya, se pusieron exageradamente corteses. No sabía
cómo
menguar tanta deferencia. Es claro que te tienen muy
valorado; y
también, por lo que comprobé después, tus obras tienen esa
plusvalía
a la que los dueños de la galería están tan
acostumbrados.
Te quiero comentar que me parecen cada vez más expresivas
tus pinturas; y considerando que, según vos, yo soy la
razón de
tu manía, y como tu inspiración es parte de lo que ves en
mí,
me sonroja pensar que soy el motor interior que te
moviliza para
concebir esas maravillas.
Cuando me pongo a mirar los cuadros en la planta baja
(dicho sea de paso: Loki se lo pasa más en tu lado que el mío), ese
gato taimado me come con los ojos. Como te contaba,
revisé los
últimos cuadros y me puse a pensar en tu proposición.
Por supuesto que me encanta la idea de tener una obra
tuya,
como vos me sugerís; y como mi cumpleaños es en
noviembre,
pensé que podrías hacerme un retrato, y que yo posara
para vos
en forma explícita. Bueno, está claro que siempre he
posado para
vos; pero esta vez quiero ser conciente de las
sensaciones que se
tienen al posar y ser mirada desde tu lugar de artista y
no desde
la ventana.
A mí me entusiasma mucho la idea de que sea un retrato.
Pero si vos considerás otra posibilidad, por favor, no
dejes de decírmelo.
Si vos pudieras, me tomaría unos días sin trabajar para
poder estar a pleno en esto.
Me gustaría que sigamos sin hablarnos aunque estemos
juntos;
es por esto que te pido que imagines cómo podrás darme
las
indicaciones para estar a tu disposición sin dirigirnos
la palabra.
Un beso
Bety
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
jueves, 28 de Septiembre de 2006 0:12
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:
Definitivamente: De cuerpo entero!!
Bety:
¡Fantástico! Estuve deseoso de que contestaras de esa
forma.
Creo que termino con unos pedidos que tengo que entregar
sin
falta, y podemos hacer lo tuyo. ¿Qué te parece para el
quince de
octubre? Es mi cumpleaños, y tenerte será mi mejor
regalo.
Con respecto a las indicaciones, será muy sencillo. Pensá
que
estoy muy acostumbrado a dibujarte y pintarte, en
movimiento
y dormida. Hoy se me ocurre que podría ser en el ventanal
del
living, cruzada de piernas, con esa falda volada con
tenues flores,
el pelo suelto, que apenas se vea tu cuello; la blusa
blanca sin
mangas, y uno o dos botones desabrochados. Podrías estar
mirando el jardín de adelante y, aunque no tengamos flores, puedo
hacer que vos estés mirando hacia ellas.
Me encantaría pedirte algo, y aunque sé que ya no te
enojás
por estas cosas, lo hago con cautela: ¿podrá ser que no
lo uses
con sostén? Por lo menos los primeros días, hasta que
termine
los dibujos.
Otra idea: ¿qué te parece que ponga un vinito y algo de
queso
y jamón? Tené en claro que por día vas a estar unas dos o
tres horas
por día sin poder moverte mucho; y tu boca, cuando comés,
se pone muy sensual.
Por último: si fijamos el horario de las tres de la tarde
hasta
las cinco y media, para mí es suficiente. Y no será
necesario que
nos comuniquemos verbalmente porque, si te vas a hacer
algo, y
aún no es la hora, sabré que volverás.
Ah, no te pintes demasiado. En estos meses que pasaron te
he
visto un poco cargada de color. Está bien que estamos en
primavera
pero creo que es mucho.
Un cariño
Ferdo
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
viernes 13 de Octubre de 2006 9:41
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto:
URGENTE
Fernando:
Tenemos un grave problema. Te lo quise comunicar ni bien
me enteré, para poder tomar decisiones lo antes posible.
A principios de marzo me presenté en un concurso para
acceder
a la secretaría de salud mental de la provincia de
Córdoba.
Resulta que no había tenido ninguna respuesta en todo
este tiempo.
Hoy recibo una carta con las correspondientes
felicitaciones y
el anuncio de que me tengo que hacer cargo de ella en el
mes de
marzo del año entrante.
Te imaginarás la alegría que me dio; pero en unos
minutos,
cuando empecé a hacer planes, me sobrellevó una angustia
muy
grande.
Entenderás que lo que te voy a pedir es desde el lado de
cómplice
tuya más que el de acreedora de una deuda infinita.
En concreto, debemos vender la casa, o las casas (no sé
bien
cómo decirle). Comprenderás que no será fácil vender este
engendro
que hemos creado, y que a mí me urge irme a vivir a
Córdoba
antes de marzo.
Esta es una situación no deseada, que se podrá valorizar
en el
tiempo, según nos desempeñemos en los próximos meses.
Pienso que vender estas propiedades como una sola nos va
a beneficiar porque conseguiremos más dinero que si las
vendemos
en forma separada. Por otra parte, si vos no estás de
acuerdo
en vender como una sola propiedad, te pido que me ayudes,
junto
con tu amigo arquitecto, para poder separar estas
siamesas y darles
una forma acorde lo antes posible y al menor costo.
Espero que me entiendas y que me contestes también lo
antes
posible.
Un besito
Bety
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
viernes 13 de Octubre de 2006 18:46
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto: RE:
URGENTE
Bety:
Todavía estoy azorado por la noticia. Está claro que no
había
pensado en vender la casa; y menos en este último año en
el que
le hicimos tantos cambios, a ella y a nuestras vidas.
No sé qué contestarte, porque lo que más me interesa no
es
lo edilicio sino la idea de compartirla contigo. Así que,
viéndolo
fríamente, a mí no me interesa vender la casa, y tengo
muchas
dudas de que se pueda reformar y llegar a vender antes de
marzo
del año entrante.
En cambio, si me pongo a pensar en el vínculo que se ha
generado
entre nosotros, estaría dispuesto a poner toda mi energía
si me fuera con vos y viviéramos juntos; digo, de la
misma forma
que lo hacemos acá, pero en Córdoba.
Vos sabés que, por mi trabajo, no tengo problemas en
fijar domicilio
en cualquier parte, y que estaremos a una hora de avión;
algo que hoy en día es nada.
Me estimula la idea de estar creando nuestra historia en
este
momento, y que los acontecimientos se vayan dando y que
nuestras
actitudes se amolden hasta integrarnos en un solo pensamiento.
Sé que no sos la misma que la de un año atrás. Pero te
pido
que, para contestarme, flexibilices tus pensamientos y
que evalúes
lo que es mejor para vos; porque, si te ponés a pensar en
vos,
estarás pensando en mí.
Estaré en casa todos estos días. Así que podés
responderme
cuando quieras. Ah, el quince te espero; esto no cambia
en nada
mi regalo de cumpleaños.
Un besito
Ferdo
De: Beatriz Uyoa [buyoa@yahoo.com.ar]
Enviado el:
viernes 13 de Octubre de 2006 20:20
Para:
faderyquinquela@hotmail.com
Asunto: RE:
RE: URGENTE
Fer:
Tuve que leer el correo en varias ocasiones porque me
costó
entender tu cambio de ánimo. Evidentemente te doy la
razón de
que esto tan inesperado nos va a ir moldeando y que
podremos
encontrar una solución.
Durante este tiempo ya me acostumbré a vivir con vos y te
digo que extrañaría tu presencia si no estuvieras. Pero
ante las
autoridades de gobierno me presenté como soltera, y creo
que no
estaría bien que me vean con vos en la misma casa.
Creo que podemos tener casas contiguas y, con el tiempo,
ir
haciendo cositas para que nos podamos interrelacionar. En
un
principio yo me iría para allá alquilando. Y, mientras
vos te encargás
de vender esto, yo voy buscando algo que nos venga bien.
Si te parece le damos para adelante; no me gustaría que
hagas
algo que no te guste.
Un besito grande:
Bety
De: Fernando
Saucedo [faderyquinquela@hotmail.com]
Enviado el:
viernes, 13 de Octubre de 2006 22:08
Para:
buyoa@yahoo.com.ar
Asunto:RE:
RE: RE: URGENTE
Bety
La idea de las casas juntas me parece fantástica, siempre
y
cuando sea un dúplex. Una preguntita: ¿vas a volver a
usar esos
trajecitos oscuros, ahora que sos una funcionaria del
gobierno?
Otro besito:
Ferdo
En mi playa
Año tras año en el otoño, cuando las hojas no han sido
pisadas y aún nos regalan el crujir vivo como un anuncio
del
irremediable renacer, decido irme a mi casa de Pucón. Voy
desguarnecido, como de costumbre, no por el deseo de
escaparme,
ni por el hecho de no contar con alguien que me acompañe,
sino por el placer de estar solo con mis pensamientos
y leer los escritos que fui realizando para tentar a este
viejo
escritor que, lo que más desea, es hacer su mejor ensayo
en la
vida. Con la precisión de un relojero, cambio mis
costumbres
hasta llegar a no reconocerme, a encontrarme nuevamente
conmigo, desde el otro lado de la cordillera. Desde el
desorden
mental que me insita Buenos Aires hasta la exacerbación
del
método que me provoca el sur, hay una distancia tan
extensa
como la que lleva del corazón al cerebro. Ese paso, tan
largo y
riesgoso y que doy todos los años, transcurre en el lapso
de un
sueño. Es sólo la primera noche en la que duermo en La
gata
o en mi departamento en Palermo. En uno tengo una
disposición
sistemática; y en el otro disfruto del desorden mental y
existencial que me hace apreciar estar vivo.
La casa está en el brazo este del lago, muy cerca de los
ojos
del Caburga. Los esporádicos sonidos de los pájaros, el
rugir
lejano de las cascadas, y algún distraído convidado son
los
máximos pasatiempos que puedo percibir. La concentración
no es una cuestión de aislamiento. No es solamente el
exterior
el que nos perturba. También nuestro interior está
cargado de
energía, que debemos procesar, para regar nuestras almas.
La
fantasía de este procedimiento me hace encauzar esos
brotes y
verlos discurrir en sonidos; suaves, como el caer de los
pétalos.
Aquí estoy. Donde lo inestable conduce a un equilibrio,
donde el vértigo es parte de mí, pero no está ni lo
extraño.
Aquí estoy. Desayunando en el jardín de invierno que da a
la playa, con la mirada perdida entre las luces y sombras
que
me da este tardío sol mañanero. Mis pensamientos caminan
lerdos, en busca de un sendero que aclare. Mis ojos no
parpadean
para lograr que la película sensible retenga el instante
con la voracidad de un felino hambriento de placer. Esta
irremediable
sensatez de estar presente en mi presente me fue
llevando a tener la piel tan sensible que una brisa de
otoño me
resulta un mar embravecido.
No fue casual que, en la primera mañana en la que ella
pasó por la orilla, me hubiera detenido a mirarla con el
suficiente
sigilo como para no alterarle el paso. Tampoco fue al
azar que retuve los detalles infinitos de su caminar.
Tenía un vestido de gasa, estampado en tonos pastel, que
el sol mezquino lograba transparentar. Estaba descalza,
con
los ojos descansados y la mirada distraída. Sus pies se
enredaban
con el oleaje como cachorros jugando un vaivén. Su
cadera y su espalda se reconocían tan bien, que decidían,
armónicamente,
quién se mostraba primero y quién después.
Aunque las dos por igual. No recorrió más de media
cuadra,
y lo registré con la minuciosidad de un orfebre. Pero
algo me
sacó de esa sublimación, fui atacado por mi razón, y dejé
desguarnecidas
mis sensaciones.
¿Que pasó? ¿Se había agachado? En tres oportunidades se
había lanzado hacia el piso como quien encuentra un
tesoro.
La infinita cantidad de posibilidades que pasaron por mi
mente
para explicar dicha actitud, no tanto extraña sino
desacomodada,
me provocaron la suficiente distracción como para
perderme el momento.
Luego del desayuno y minutos antes de las once,
usualmente
voy a caminar por la costa; trepo a uno de los Ojos y me
quedo haciendo resúmenes hasta pasado el mediodía. Luego
almuerzo, a las dos en punto, y hago mi siesta.
Al llegar al pedregullo, donde ella había caminado
minutos
antes, me detuve a observar qué pudo haber encontrado
de valor. Hallé todo tipo de cosas: piedras, una arenilla
volcánica,
resaca, trozos de hueso que deja el lago y algún que
otro papel que arrastra el viento. Había mucho, pero no
había
nada.
Esa rigurosa organización mental me llevó a encontrarla
en distintas mañanas, siempre en el horario del desayuno.
Tantas veces la reconocía, tantas me quedaba embelesado
con su figura en movimiento; sus brazos como alas
recubriendo
el aura; sus dedos indicando lugares inexistentes; la
falda
de su vestido remontando el aire hasta dejar apreciar sus
muslos, tersos. Una selección de perfumes cubriéndola
para
que sea siempre ella.
En cada una de las oportunidades en que la miraba, siempre
sin error, se agachaba para buscar algo. El son era
rítmico.
A veces dos; otras, tres. Un día
fue una sola, pero se quedó largo rato en cuclillas, como
si
estuviera juntando algo en ese espacio de un metro de
diámetro.
La precisión y la destreza con que lo encontraba
redujeron
mis pensamientos a una confusión rotunda, que ameritaba
romper con las reglas y salir a su encuentro para ver con
mis
propios ojos qué era lo que levantaba.
A la mañana siguiente, al no saber en qué momento podía
pasar, me quedé casi dos horas parado en la playa. Esa
pérdida
de lo cotidiano me mantuvo distraído y disperso. Tanto
que, cuando llegó, no distinguí su entrada en la costa.
Hasta
que pude verla, tan radiante; con unos pantalones claros
arremangados
hasta las rodillas, una blusa suelta y un pulóver al
tono entrelazado en los hombros. Cuando estaba tratando
de
fijar esas imágenes, me di cuenta de que estaba atrasado
en
los sucesos porque, en un instante, sin previo aviso, se
inclinó
muy cerca de mí, y me quedé sin poder observar qué fue lo
que
recogió. Pasó por mi lado derecho con una mueca de
placer,
como quien le roba una flor a su vecina. La vi irse desde
atrás,
dejando una fragancia con sonido a murmullo de nardos.
Al día siguiente no fui a su encuentro. Mientras comía y
la
veía pasar, repitiendo la misma actitud, me quedé
meditando
si lo mío era sólo una intriga o si se estaba
convirtiendo en una
pequeña obsesión.
Dejé discurrir unos días, siempre con la vigilancia
atenta
al pasar de ella, recortando el horizonte y, como en
todas las
oportunidades, juntando del piso esas misteriosas
muestras
que no podía descubrir. Cuando bajaba mi ansiedad y sólo
prestaba atención a su figura, me resultaba aún más
hermosa
de lo que venía apreciando. Dejar de lado el por qué y
concentrarme
en el quién me había cambiado el panorama. Casi podría
decir que estaba como cuando llegué. No digo que anulé
mi curiosidad, tampoco que agoté el alimento de tanta
perfección;
sino que estaba regresando a un estado de equilibrio
que se había hundido en esa estampa de mujer. Fue
entonces
cuando me decidí a ir a su encuentro. No con la carga de
la
pesquisa o el deseo de descubrir algo en su mano. Era
algo
distinto. Pensaba verla llegar, disfrutar de su cuerpo en
el instante
y abordarla con naturalidad.
Hoy la mañana está luminosa, con un sol desganado y una
bruma baja que no deja ver los pies. Estoy esperando hace
cuarenta
minutos y no tengo prisa en el alma. Un leve soplo viene
del lago y nada me distrae, aunque disfruto de cada
acontecer.
Entre la niebla aparece, y camina decidida hacia mí. La
miro
en paz, sin estar pendiente de sus movimientos. Disfruto
de
su imagen y de la gracia con que me envuelve. No se
reclina
en todo el recorrido; aunque para mí, ahora, no es
relevante.
La miro y, cuando está a un metro, llego a sentir el
perfume de
su piel. La contemplación penetrante descansa en mis
pupilas
y, con una suave sonrisa y la voz tenue, le pregunto al
pasar:
-¿Qué es lo que juntás en la playa todos los días?
Entonces ella, sin dejar de perderme de vista y con una
sonrisa que va más lejos que el horizonte, me dice: -¡Son
tus
emociones, y florecen a mi paso! Voy juntando un
ramillete
para regalártelo.
La tuba
El mediodía cálido y húmedo de Buenos Aires estaba en su
mejor momento de caos, cuando las puertas de la calle
Cerrito
del teatro Colón se abrieron para dejar entrar a los
músicos de
la sinfónica que iban a ensayar las tres horas diarias
establecidas
por convenio. Mientras esperaba, Norberto se resguardaba
del sol con el diario enrollado, abierto como un abanico,
y recordaba que ninguno de estos compañeros eran los que
lo
habían acompañado en el conservatorio durante cinco años.
Daba lo mismo. Desde el primer día en que había iniciado
los estudios, no había podido sentir afinidad con nadie.
Incluso,
desde ese primer día, en que había recorrido el segundo
piso hasta el final del corredor donde estaba el profesor
de
violín. Ya desde ese día en que, ni bien entró, lo había
mirado
diciendo: -¿Vas a estudiar violín?- Norberto había
asentido
con la cabeza, sin dejar salir voz alguna, y esperando
instrucciones.
El profesor se había acercado con un papel, que debía
de ser una partitura, debajo del brazo; y le había
aconsejado
firmemente: -Mirá, mirá bien a todos en esta clase. Son
todos
chicos flacos. El violín es para flacos; vos estás más
para otro
instrumento… No lo tomes a mal, decíle a tu mamá que no
hay
cupo en esta clase.
Había salido a la calle pensando que todavía estaba a
tiempo
de llegar para tomar la leche. Se había subido el 39,
para
Constitución. Al llegar, su madre Gladis, la abuela y
Beba (su
hermana mayor) estaban sentadas en la cocina. Las tres lo
habían
mirado extrañadas. Como un coro de mujeres se escuchó:
-¿Qué te pasó?- Gladis, con un látigo bien entrenado (y
mate en mano), le repreguntó: -¿fuiste al conservatorio?
A los
doce años ya se puede tener el entrenamiento necesario
para
saber eludir los golpes y las flechas que vuelan por el
aire. A
Norberto le había resultado más sencillo eliminar de su
ser
las asperezas que venían de afuera y ocultar con maestría
lo
que él quisiera a esas tres enemigas con que la vida le
había
impuesto vivir.
-Está completo el cupo- había dicho Norberto sin
titubear.
-Vas a tener que anotarme en otro instrumento-. -¿Cómo
puede
ser…? Bueno… ¿y qué instrumento?- pareció dudar Gladis.
Norberto le respondió sin mirarla y manteniendo la
concentración
en un cañoncito de dulce de leche que había encontrado
entre las facturas: -¡Cualquiera! -dijo. La abuela Isabel
se
había quedado callada hasta ese momento: -Mirá, andáte de
nuevo al conservatorio, caminá por todos los pisos,
sentáte en
los pasillos y escuchá cuál es el instrumento que más te
gusta;
y después venís y nos lo decís.
Nunca tan alejado de ella algo que parecía tan sabio. A
Isabel
no se la reconocía por la ternura o la comprensión; más
bien era experta en retos y reproches. Una excelente
salida
para sacárselo de encima.
Nuevamente en el colectivo, con una revista de Isidorito
en la mano, y la panza llena, que era lo que más quería.
Entró
en el conservatorio como un pequeño ladrón, robando
melodías
por los pasillos; pasó por todas las cuerdas, escuchado
al piano, los chelos. Sólo con el contrabajo se le movió
algo
por dentro. Su desconocimiento acerca de los instrumentos
hizo que tuviera que caminar por todas las aulas. Los
salones,
atestados de niños tocando escalas en distintas notas,
hacían
que Santa Cecilia se volviera loca. En el tercer piso
estaban los
vientos, la madera y los metales, enfrentados con la
percusión
donde se maltrataban tambores, platillos y timbales.
Casi en retirada, había sentido un grito mórbido y
oscuro.
Algo como si quisiera decir mucho y no pudiera. Se detuvo
entonces sin saber de dónde venía. Había girado el
cuerpo,
sacudiendo la cabeza de lado, y no lo encontró. De
pronto,
otra vez; ese sonido ronco y profundo, vibrante e
inconcluso.
Una vez más se le había movido algo en su interior. No
sabía,
no entendía. Pero ahí cerca estaba el instrumento.
Se había quedado casi una hora sentado del lado de afuera
de la puerta; sin dejar de prestar atención a las
majestuosas
notas cuando inundaban el salón y a la vibración que se
producía
en el ambiente. Cuando terminó la clase, había ido en
busca del profesor para decirle que quería estudiar ese
instrumento
que parecía un barco a punto de partir. El hombre,
mostró una sonrisa de ternura: -Ah…, la tuba.
Ya en casa nuevamente, le dijo a su madre que el
instrumento
era la tuba. Hubo un tiempo de espera, algo como para
reclutar información. Cada una de las mujeres intercambió
miradas cómplices, como esperando un veredicto. ¿La tuba?
Mirando a la abuela Isabel, Gladis preguntó: -¿Cuál es la
tuba?
-Es ese grandote de los circos- le dijo Beba sin ocultar
la
malicia.
-¿Esa porquería vas a estudiar?- refutó la madre.
Norberto se encogió de hombros, displicente: -Si no es
ése,
no estudio música; y se acabó. Mientras se iba, alcanzó a
escuchar
el clásico: -Hace cosas inútiles, como el padre.
Recordando todo eso, se levantó del piso. Parecía un
montacargas
que extremaba sus fuerzas para alzar lo imposible.
Un oso pardo de dos metros y casi doscientos kilos era el
resultado
de tantas meriendas con dulces. Como si fuera poco,
una densa y renegrida barba le ocultaba toda la cara por
debajo
de los ojos. Una pequeña curvatura en la columna cervical
le
daba una apariencia cansada y contenedora a la vez.
Saludaba
con la cabeza, en un gesto de afirmación, y mantenía la
mirada
fija en los ojos del otro. Sólo levantaba las cejas
amistosamente
con sus compañeros más cercanos, Mario
y Horacio (las
trompetas). Y, a pesar de nunca estar cerca de Leopoldo,
lo saludaba
con una sonrisa; que ya era mucho. Norberto no había
llegado a conocerlos profundamente. Sólo sentía los
sonidos,
y con eso podía interpretar sentimientos y dolores.
El salón de entrada se iba organizando. La mayoría
firmaba,
y unos pocos tenían que pasar la tarjeta por el reloj de
trabajo. En esos quince minutos de espera, los había
estado
mirando y reconociendo como notas musicales. Hacía rato
que las chicas (con flautas, oboes, violines y
violonchelos) ni
siquiera se percataban que él existía. De tanto en tanto,
cuando,
en los descansos, se lo cruzaban en el pasillo o en la
cafetería,
se intercambiaban un modesto -hola- y terminaban
la conversación sin esperar respuesta. Muchos de ellos no
le
conocían la voz.
Entre los quince y los dieciocho años, Norberto había
pegado
el estirón. Se podría decir que ése había sido el único
tiempo de su vida en el que se lo vio relativamente
flaco. De
todas maneras, el triunvirato armado en su casa se había
fortalecido.
Cada vez más sentía cómo lo expulsaban y disminuían.
Una tarde, la madre le había preguntado: -¿Para qué
estudiaste música?
-¡Vos querías! -había refutado inmediatamente.
Ella sentenció: -Bueno… Pero vos podrías haber dicho
algo. Hubiese sido mejor que estudiaras mecánica o algún
oficio…
Nuevamente con el tono exacto como para no irritarla y
dejar sentada su posición, Norberto le dijo: -Este es un
oficio,
madre, y con él me voy a ganar la vida.
-¿Vos creés que con ese ruido a lata vas a ganarte la
vida?
Norberto, acostumbrado a la eternidad de las discusiones,
se había limitado a mirarla y a asentir con la cabeza
mientras
se iba a su habitación.
Había sido por ese entonces que cada día le pesaba más
la duda acerca de su padre. Si casi no lo había conocido,
¿por
qué estaba enojado con él? Decididamente tenía
pensamientos
impuestos, dogmas tatuados en el alma y supuestas ofensas
desconocidas. Preguntarles a las tres mujeres hubiese sido
un error de impredecible cálculo. La salida heroica sería
hablar
con el tío Tito. Del pensamiento a la parada del
colectivo
22 (hacia Avellaneda), había habido sólo un respiro.
Tito se asomó a la puerta del taller, como un miope a
contraluz.
-Beto, ¿sos vos?-. No había sido necesario responder;
al tío Tito se le llenaron los ojos de lágrimas, y se
acercó para
poderlo tocar. -¡Qué hacés, pibe; qué alegría! Te
reconocí por
que sos igual a tu viejo-. Y se habían enredado en un
abrazo.
Se notaba que a Norberto le costaba el contacto con otro
cuerpo.
En el fondo del taller, entre autos y motores, entre
grasa
y aceite, entre olores y penumbras, fue saliendo la
hilacha de
tantos años de desencuentros, acusaciones, sorderas y
mordazas.
-Me alegra que vengas a preguntar por tu papá. Tu vieja,
mi hermana, no está bien de la cabeza. Vos sabrás que yo
no
hablo con ella ni con mi madre desde hace años y,
lamentablemente,
había perdido el contacto con vos y con Beba.
A Norberto se le dibujó una mueca de dolor cuando
mencionó
a su hermana. Tito, con esa sabiduría del que mira sin
esperar recibir a cambio, le preguntó: -¿Qué, Beba ya es
igualita
a ellas?- Con la mirada y los ojos llenos de lágrimas, la
pregunta
se contestó sola. -¡Que lo parió, vivís con tres locas
retorcidas!
Disculpáme, che; pero yo ya estoy de vuelta de ellas.
Pasado el primer trago se fueron poniendo al día como si
tuvieran que terminar varias partidas de ajedrez,
atrasadas
por un cronómetro inmortal que retenía al tiempo. Como si
dieran vuelta una hoja, Tito le sacudió que no estaba
viendo a
Roberto tanto como lo hacía antes. Él se mudó, ¿sabés?
Antes
éramos muy compinches; íbamos a ver al rojo, nos
juntábamos
en el café por las tardecitas... Qué se yo, la pasábamos
muy bien… Pero la cosa se puso fulera… Después de que se
mudó, nos escribimos un poco; y viste como es, ¿no? Nos
fuimos
distanciando. Hace años que no sé nada de él.
Norberto había cenado en la casa de Tito y Chola, y había
mirado su vida como en un álbum de figuritas viejo. Tanto
cariño, tantos sollozos, tanto afecto le habían entibiado
el
cuerpo; pero todavía faltaba mucho para que le calentaran
el
alma. Se fue con una dirección en Rosario, sólo una
esquina:
parrilla “El Porteño”. -Está por las afueras, cerca de
circunvalación-
le había dicho Tito como un gran dato. Si lo encontrás,
pedíle un teléfono; tenemos muchas ganas de hablar con
él.
En la puerta de calle, apoyado en la persiana del taller,
Tito lo
había mirado fijo, y le había sentenciado en tono
suplicante:
-Beto, no te pierdas, por favor. Nosotros no podemos
llamar
allá; pero te queremos mucho, y sos el pibe que nunca
tuvimos-.
Cuando la voz se le entrecortó, se sintió la respiración
de ambos. Los latidos se habían puesto al unísono. A
Norberto
le gustó mucho eso, porque lo había hecho sentir como en
una
orquesta con su tío.
Recordó y recordó hasta que entraron todos en manada
a buscar los instrumentos en el salón contiguo al de
ensayos.
En un orden establecido por nadie: se acercaban de a
pares,
para no estorbarse. Mariela estaba a su lado, como una
pequeña
sombra delicada. Sin mirarlo, le preguntó: -¿Cómo estás
hoy?- El tono de voz era una brisa de aire fresco que lo
invitaba
a caminar. Se rozaron los brazos cuando él quiso
estirarse
para tomar su estuche y darse vuelta para contestarle:
-Bien,
muy bien; es un lindo día para tocar al aire libre- Las
voces de
ambos se encontraron sin compromiso y con expectativa de
escuchar más.
Mariela no abandonaba su intento de retenerlo: -¿Tocás
esta noche?- Entonces un sí, decidido, salió de la boca
de Norberto.
Tocamos en el anfiteatro del parque Lezama. -¿A qué
hora?- Como él todavía no sabía apreciar su emoción,
trató de
parecer lejano: -Entramos a las nueve. Pero la gente
debería
estar una hora antes- agregó con segundas intenciones.
A pesar de que Norberto había ido estableciendo lazos
firmes con sus tíos, no pudo resolver tan fácilmente la búsqueda
de su padre. Gracias a Tito, había conseguido un puesto
en la
banda de bomberos voluntarios de Villa Echenagucía. Le
resultaba
gracioso que sus compañeros lo trataran como profesional.
En definitiva, era el único egresado de un Conservatorio
Nacional y lo ponían a la altura del director quien, por
otra
parte, había sido una gran influencia para él, ya que lo
había
aconsejado y cuidado como un pedazo de carbón a tallar.
Cuando llegó el día en que se sentía preparado para
encarar
ese camino tan deseado, con unos pesos de él y otros de
sus tíos, con la fuerza para el próximo encuentro y la
destreza
para ocultarle a su madre y abuela los verdaderos
motivos,
desafió su salida de casa por un tiempo. Inventó una gira
con
la banda, y salió a la búsqueda de su pasado.
Tenía poco y esperaba mucho. La distancia del camino no
era lo suficientemente larga como para que su corazón no
se
detuviera en una parada. Leyó en varias ocasiones los
datos
que le pudieron haber dado Tito y Chola. Vagas
anotaciones y
nombres que aparecían en las cartas, el número de libreta
de
enrolamiento que apareció en la partida de nacimiento, y
un
par de fotos viejas. Tan poco; tan poco y nada más.
La parrilla ya no existía. Algunos la recordaban, pero no
sabían nada de él. Otros tenían datos difusos,
contradictorios:
que había tenido una carnicería, que había sido gomero en
la ruta a Santa Fe, que se había casado, que había tenido
hijos
con su nueva mujer. Un vecino, que había trabajado en la
cooperativa con él, le dijo que se había comprado un
terrenito
frente al aeropuerto; que por lo que sabía nunca había
construido.
-Qué se yo-le dijo- Fue hace mucho tiempo.
Afortunadamente siempre hay una luz en un camino oscuro
y, sin querer, de tanto preguntar, le dieron el dato de
que vivía por Santo Tomé. Con resoplidos dignos de la
tuba,
arrancó su pesada carcasa para rastrear una huella
escindida
entre su corazón y la memoria de quien no conocía.
Parado frente a la casa, estuvo tieso por más de una
hora.
Sin valor para enfrentarse, sin palabras que decir, con
un
miedo paralizante que no lo dejaba pensar. Se había
quedado
rígido en el pequeño portal, con el dedo estirado hacia
el
timbre. Adentro, una silueta lo observaba desde la
ventana en
sombra: una fotografía estática sin devenires. Entonces
había
salido una mujer de muchos años, con el delantal puesto y
el
asombro en las facciones.
-¿Necesitás algo?- le dijo como para empezar. Norberto,
con la mirada fija en un punto distante, dijo en voz muy
baja,
que casi ni él escuchó: -No, no, gracias… Pero la suerte
estaba
echada: -¿Vos sos algo de Roberto?- le dijo la señora. No
pudo
contestar, el piso se desvanecía y Norberto retrocedió
hasta
ser un niño de cuatro años. Entonces esa pequeña mujer
vieja
lo sostuvo como una cariátide griega y lo hizo entrar en
la
casa. Los pasos no le respondían y el cuerpo retumbaba en
el
piso por falta de control.
-Me imagino que ya te habrán dicho que sos igual a tu
papá- le dijo como para acercar los pensamientos y
comenzar
desde otro lugar. Norberto se sonrió y, como para decir
algo,
le contestó: -Y eso que uso barba- La sentencia no se
hizo esperar:
-¡Pero si tenés la misma barba que él!- No más, pensó
al sentirse temblando por la emoción. No más, ¿cómo hago
para seguir?
-Tu papá compró esta casa, pero al poco tiempo se enfermó;
y como no podía trabajar más, yo seguí pagando la
hipoteca
y vivimos juntos… No pienses otra cosa; puedo ser tu
abuela, lo quiero como a un hijo. Esas primeras palabras
lo
intranquilizaron más. A Norberto no le interesaba en ese
momento
la relación, sino que lo paralizante era saber que su
padre
estaba enfermo. Durante el resto de la tarde se enteró de
que era un tipo gracioso, que tenía varios órganos
tomados,
que era muy familiero, que le quedaba poco tiempo, que
ayudó
a muchas personas, que se estaba muriendo.
Al día siguiente se presentó en el hospital Clemente
Alvarez.
Primero habló con los médicos, luego compró unas cosas
para pasar el tiempo; y, como si toda su vida hubiese
sido así,
entró en la sala dos de hombres y fue directo a la cama
once.
Estaba durmiendo, un poco sedado. Cuando arrastró la
pesada
silla de metal, él había abierto los ojos. Se miraron
fijo y,
sin dudar, le había dicho: -Si no estoy muerto, esto debe
de ser
la felicidad- Norberto no estaba acostumbrado a ese humor
y, con pocas palabras por decir, le había respondido:
-Hola,
tanto tiempo.
-Se ve que no fue tanto si estás acá; qué alegría que me
das- y cerró los ojos nuevamente para recuperar fuerzas
en
esa lucha inesperada.
Cuarenta y tres días habían pasado. Norberto crecía en
espíritu
y se convertía en hombre sin saber. Cuarenta y tres días
había durado la transferencia genética de afectos y
sinceramientos.
Entre los dos, habían logrado abrir el universo, y lo
miraban sorprendidos. Usaron la metáfora y cocieron en
olla
de barro la sencillez. No había cuentas atrasadas, no
aparecieron
sábanas sucias, no se miraron con culpa. Y se abrazaron
sin dolor.
Estaba recordando y recordando cuando Mariela hizo un
gesto como para levantar su estuche. Pero, con la
lentitud que
lo caracterizaba, Norberto alzó el suyo y tomó de la
manija la
Viola de ella. Con los zapatos chirriando porque apenas
levantaba
los pies, antes de la entrada al salón, con la luz
adecuada
y sin testigos, ya que todos habían entrado, Norberto se
animó
a medias. Con voz insegura y aniñada le dijo: -Me
gustás... Me
gusta cómo tocás…- La sutil diferencia no había pasado
desapercibida;
disfrutando el instante le preguntó: -¿Qué te gusta
de mí? Digo… ¿cómo toco?
Norberto temblaba empapado de calor; sus pensamientos
estaban agolpados como niños al salir al recreo. Buscaba
algo
lindo, romántico, sensual, agradable y conquistador. ¡Qué
extremo esfuerzo! Estaba padeciendo un instante de
siglos.
Resuelto a defender su avance, le dijo categórico:
-!Nadie sostiene
el instrumento como vos!- Mariela esperaba todo; todo
menos eso. Se confundió y aceptó darle otra oportunidad:
-¿Por qué decís eso?
Entonces, Norberto explotó y abrió su corazón: -Yo estoy
a
dos filas de vos. Puedo observarlos a todos desde mi
lugar. Vos
no sostenés la viola; vos la acaricias con tu mentón, y
puedo
ver cómo vibra tu vestido con los más hermosos matices
que
jamás soñé. Te inclinás hacia adelante y tu espalda se
curva
con el mismo sentido de la viola; tus cabellos quedan
paralelos
a las cuerdas y resuenan en tu nuca; tus manos… una se
confunde entre la voluta y el diapasón; la otra empuña el
arco
con la fuerza de una heroína, y tus dedos tienen la
vibración
del alma y de tu puente… Por eso te digo que nadie toca
como
vos.
A Mariela se le estrechó la garganta y la mirada se
concentró
en los ojos de Norberto, que entregaban la luz del
infinito
y reservaban un cielo para dos. No fueron más de cinco
minutos;
lo suficiente como para reconocer la ternura y el amor
más allá de los ojos. Se introdujo en él, y se deslizó
silenciosa
hasta su alma sonando melodías.
Varios meses después del regreso, Norberto se había
enfrentado
a los duelos.
Interminables batallas con el dolor, con angustias
superpuestas,
con partituras inconclusas. El principio del fin fue la
muerte de la abuela Isabel. Eso había provocado
convulsiones
espasmódicas en el círculo de las mujeres de la casa. Su
madre
había pasado de la histeria a la reclusión indefinida de
sentimientos.
De los gritos al llanto, de la acusación a la mentira;
de la excitación a la melancolía. En cada una de las
distintas
etapas había huellas de desgaste; del inevitable
deterioro que
la llevaban sólo a estar perdida. Beba había encontrado
pronto
una salida: se casó tan rápido como consolidó su
matrimonio
con varios hijos que Norberto nunca había podido conocer.
Ese cansancio, esa agonía de lo que nunca había tenido, y
la pérdida de su padre en la distancia entraron por una
grieta
y se instalaron con vehemencia en el ánimo de Norberto.
Fue entonces cuando había decidido dejar la música. No
tocar
más, no sentir un acorde que pasara por sus sentimientos.
Había decidido abandonar la vida. Durante meses no habló.
Recién cuando se le terminó el dinero ahorrado había
decidido
ir a buscar trabajo. Pasaron muchos meses hasta que pudo
hablar con sus tíos. Estaba convencido de que no iba a
sentir
más.
La prueba irrefutable fue cuando puso el aviso en las
casas
de música. Sencillo y contundente: Vendo tuba, excelente
estado. Se
acabó se había dicho. ¡Terminé con esto! Un buen
precio. Pero no era ese valor el que Norberto imponía a
sus
emociones. Había entrado a trabajar en la panadería de
Pedro
Echague y 15 de Noviembre. Entraba a las tres de la
mañana
y terminaba a las once. Como le quedaba a cincuenta
metros,
se internaba en su casa, comía. Y nadie más lo veía hasta
el
otro día.
El deterioro de su madre lo había llevado a reencontrarse
con el hacer. Se conectó nuevamente con sus tíos. Con
ellos
fue llevando las sucesivas internaciones en
psiquiátricos;
pero, lamentablemente, no había sido posible ayuda
alguna.
A causa de tantos infartos en el cerebro de Gladis, la
demencia
era un lugar seguro. No había quedado estancada en ese
estado. El deterioro zanjó una herida que la llevó a la
muerte.
Otra vez un duelo. Otra vez saborear lágrimas añejas. Se
había
detenido por mucho tiempo en su propia agonía. Los
difíciles
resultados del porvenir le impedían ver el presente.
Norberto la dejó en la entrada del salón, y se quedó
esperando
que lo vinieran a buscar, como habían quedado por
teléfono. Todavía no dejaba de mirar cómo Mariela afinaba
la
viola cuando sintió una voz que le decía: -Norberto, ya
te están
esperando los directores- Avanzó calmo, seguro de sí
mismo,
y entró en la dirección artística donde estaban reunidos
los
tres. Tranquilo expuso su situación y lo definitivo de
ella. Le
pidieron que esperara afuera por unos minutos para
discutir
el caso. No fue tanto. En un parpadeo lo hicieron entrar.
Sus
facciones preanunciaban lo esperado. -Mirá, Norberto-
dijo
uno de ellos. -Nosotros te conocemos desde hace mucho
tiempo,
y vos expusiste tu situación con sencillez y pureza.
Queremos
ayudarte y vos nos decís, cosa que te creemos, que
durante
estos años estuviste estudiando y practicando. Y como en
la
orquesta estamos necesitando uno más, no vemos objeciones
para que te reintegres. Después de todo, el clarinete
tiene una
voz más alegre que la tuba, según mi parecer.
Ramírez, salame y vino
Al Prof. Dr. Horacio De La Torre
Horacio, por ese entonces, era jefe de sala del hospital
Cetrángolo.
Pero más allá de ser médico, disfrutaba una condición
que lo distinguía del resto de los mortales. Podría haber
sido misionero, agricultor o maestro. De cualquier manera
se
hubiera destacado con esa forma de ser, tan sencilla y
abrumadoramente
penetrante. Espontáneo, cariñoso y bonachón,
ocultaba, con sigiloso disimulo, sus conocimientos más
insondables.
Cuando se decidió por curar, siguiendo el curso de la
indeleble filigrana que mantenía desde niño, no había
llegado
a sospechar cómo el trazado de ese río seco le abriría el
pecho
para poder ver desde el lado oculto del corazón. La
medicina
requiere un pensamiento metódico, que él ejercía con
entrañable
destreza. Y el cirujano, de por sí, mantiene cierta
distancia,
para no anegarse con tanto dolor.
Horacio había decidido desafiar algunos criterios y,
desde
un principio, se acercó a sus pacientes como quien besa a
los
hijos por la noche.
Con sus manos y sus ojos en formidable simbiosis entre
sus conocimientos, la práctica y la terquedad, todas las
mañanas
abría pechos para insinuar alivio. Fue entonces, un
mediodía
de enero, cuando tomó conciencia de su parte oculta.
La caba de sala de varones le comentó que hacía dos días
que
el paciente de la cama dieciocho se negaba a comer.
A Juan Ramírez le habían desarraigado el pulmón derecho
y tres cuartas partes del izquierdo. Su vida pendía de
ese
estrecho fuelle y, entre cada suspiro, se debatía entre
vivir o
morir. Sin siquiera almorzar, entró en la sala y se le
sentó en
el borde de la cama. Le sonrió con la franqueza que lo
caracterizaba.
Luego se quedaron unos minutos mirándose mutua
y cariñosamente. Juan, con agradecimiento en sus pupilas;
y
Horacio, buscando inspiración que lo pudiera ayudar.
Fue Horacio quien rompió ese silencio conversado: -¿Qué
te pasa, Juancito?
-La verdad es que quiero fumar- contestó Juan desde la
ausencia.
-Es que ahora lo que tenés que hacer es comer, Juan. Si
no, vamos a estar todos embromados- le contestó con tono
cómplice.
Para reforzar su posición, Horacio le dijo: -¿Qué te
gustaría
comer?- como una
insinuación de quien está sentado en la mesa de un
restaurante.
Juan se tomó unos instantes para reflotar de su memoria
un trozo de placer. -¿Sabe lo que me comería ahora? Un
salame con vino.
Un gesto pícaro se le dibujó, mientras le repreguntaba:
-¿Salame y vino?
-Sí- respondió Juan con la decepción de una solicitud
improbable.
Sin mediar respuesta, Horacio lo palmeó dos veces en la
pierna y se levantó, en silencio. Salió del recinto con
ese andar
templado que lo caracterizaba. Por el patio que une su
hospital
con el de Vicente
López. Ya en la vereda del Hussay, buscó
con la mirada la despensa que había enfrente y hacia allá
fue.
Compró una Coca-Cola de litro, un salame picado grueso y
un
vino. Le pidió al dueño si podía vaciar la Coca y
llenarla con
el vino. El almacenero realizó la sustitución en una
ceremonia
digna de un químico.
Entró al hospital con la tranquilidad de quien está
haciendo
el bien. Pasó por la cocina y retiró un cuchillo y dos
vasos.
Luego disfrutaron la comida juntos y hablaron de fútbol.
Con el pasar de los años Horacio fue jefe de servicio. De
todas maneras, él seguía con la porfiada rutina de ir en
colectivo
al hospital.
Parado entre una multitud de trabajadores mañaneros, se
sintió observado hasta llegar a estar molestamente
incómodo.
Giró la cabeza y desafió con la mirada al husmeador. Sin
entender
tal desafío, se quedó perplejo cuando, con voz graciosa,
le dijo: -¡Doctor De La Torre!, ¿se acuerda de mí?
¡Ramírez,
salame y vino!
El día en que secuestraron a Segundo
Ese día yo estaba en medio de mi caminata, de media
mañana,
por la calle Rodríguez Peña, a la altura del viejo
mercado.
Unos cincuenta metros antes ya se veía el remolino de
gente; la mayoría, curiosos pasajeros innecesarios.
Frente a
la farmacia, una mujer (después me enteré de que se
llamaba
Clara) estaba como poseída por el don del mando. Parecía que
veía cosas que nosotros no veíamos. Hacía círculos con
los
pies, como marcando el terreno; y hablaba tanto que
nadie,
pero nadie, la podía seguir.
Sin darme cuenta logré llegar al centro de la histérica
convulsión. A partir de lo que podía ver con mis ojos y
de las
aclamaciones de Clara,
fui armando un cuadro de emergencia
que, a cada paso, me desbordaba. A mi derecha estaba
Gonzalo
Ayué; como siempre, vestido de campo: bombachas claras,
mocasines de Guido, camisa blanca y chaleco de carpincho.
Nunca entendí cómo ese hombre se vestía indefectiblemente
igual, de mañana o noche, en verano o invierno, para
pasear o
trabajar. Gonzalo tenía el campo desde hacía poco tiempo.
Me
parece que unos cinco años. Y, desde esa época, no dejaba
de
vestirse como un paisano citadino.
Me saludó serio y, en el estrechón de manos, me dijo:
-¡Qué
problema, mi amigo! Estoy muy afligido-. Como lo conocía
y
estaba seguro de que no iba a hablar más, miré a su
derecha.
En un estado de profunda consternación, se alineaban dos
de
sus peones. El Mencho tenía la boina entre sus manos y la
estrujaba como si la estuviera ordeñando. El otro, un
mozo jovencito,
me dijo que se llamaba Silvestre y que era la primera
vez que estaba en Buenos Aires.
-¿Qué pasó? -le pregunté al Mencho, mientras Clara seguía organizando brigadas de búsqueda por
Beruti, Quintana,
Montevideo y Rodríguez Peña. El hombre, todavía en estado
de
congoja, me respondió: -Parece que secuestraron a Segundo.
-¿Cómo dice?, ¿que secuestraron a Segundo?- Y en una
cascada de preguntas, acerté con la última: -¿Cómo pudo
pasar?-
Entonces el Mencho hizo un sucinto relato de los últimos
momentos de Segundo: -Veníamos del campo los cuatro.
Don Gonzalo había criado un liquidámbar para la señora
Ernestina, y decidió bajarlo de la camioneta antes de
llegar a
su casa. Primero bajó él, después nos dijo a Silvestre y
a mí
que lo ayudáramos. Nos fuimos los tres y, cuando
volvimos,
Segundo ya no estaba.
-¿Pero, hombre, están seguros?
-Al principio, no; pero después, mucha gente nos contó lo
que habían visto; así que ahora estamos seguros de que se
lo
llevaron. Y Don Gonzalo dice que eso es un secuestro. Lo
miré a
Gonzalo quien, a pesar de estar alejado de la
conversación, escudriñaba
lo que su empleado decía. Cuando se cruzaron nuestros
ojos, asintió con la cabeza, y dejó establecido lo dicho.
Me quedé sin respuesta, absorto. Hasta que apareció Clara
en nuestro círculo: -¿Usted se va a quedar ahí parado o
piensa
ayudar? Si me acompaña, quiero hablar con la señora del
puesto de flores, que fue la primera que dijo que algo
malo
estaba pasando-. Y, hablando con una voz finita, me tomó
del
brazo y arrancamos para Montevideo. Mientras caminaba,
Clara iba conversando acerca de tantas cosas que no podía
seguirla. Me decía que Buenos Aires ya no estaba para
traer
gente del campo. Cuando yo contestaba que era una
tradición
traer trabajadores para la exposición Rural, ella sacaba
otro
tema; y, sin terminar uno, sacaba otro más. En menos de
veinte
metros había escuchado tanto que necesitaba un respiro.
Ni
bien nos vio, la puestera de flores se arrimó para
preguntar:
-¿Apareció?
-No, no- dijo Clara
-¡qué va!
-Mire, le digo que debe de estar por acá. Yo los vi
cuando
se lo llevaban caminando. Clara
me miró con sus ojos transparentes:
-¡Qué santo! ¡Son tan ingenuos!- me dijo. Aproveché
el instante de silencio para preguntarle a la señora qué
era lo
que ella había visto. -Lo que ya dije, señor. Fui a
llevarle las
flores a Mónica, a la peluquería, y observé cuando le
estaban
hablando a Segundo. Eran tres, parecían una familia. A mí
me
dio espina porque no los conocía; por acá todos nos
conocemos,
aunque sea de vista-. Un hombre con bastón le preguntó
por un ramo de margaritas y la distrajo. Luego me siguió
contando: -Al llegar acá, al puesto, volví a mirar
distraída y
distinguí cómo Segundo bajaba de la camioneta y se
quedaba
un rato parado, con la puerta abierta. Y de ahí en
adelante, no
sé... Pienso, no sé, pero no lo vi más. La que me dijeron
que
sí lo vio fue la del kiosco de Juncal y Paraná, antes de
llegar a
la esquina de esta misma mano-. No hubo más tiempo, Clara
ya estaba subida al caballo de heroína y con esa actitud
de
generalato que le venía por herencia, me tomó de la mano,
impertinente: -Usted pierde mucho tiempo en
conversaciones-.
Desde lejos se veían los grupos organizados por ella, que
estaban rastreando a Segundo.
Parada en el cruce de Arenales y Paraná, miraba a lo
lejos
y, usando un pañuelo de cuello, dibujaba figuras en el aire.
Los otros, aparentemente, las entendían y contestaban,
espasmódicos,
con los brazos. -No lo han encontrado todavía- dijo;
y me miró. Por ese entonces, me sentía con un leve
retardo en
mi respuesta. Ella siempre estaba un paso delante de lo
que
yo insinuaba.
La señora del kiosco era un policía frustrado y
consideraba
que no la habían tenido en cuenta en toda la
investigación.
Salió del cubil en donde estaba, se paró en el medio de
la vereda,
y comentó: -Pasaron por acá, justo por acá. Iban sólo el
hombre y la mujer. A Segundo lo llevaban en el medio. A
mí
me pareció que no estaba asustado, qué se yo… Iba manso.
El
tipo parecía de los que pegan sin preguntar por qué;
tenía una
cara que daba miedo; y la mujer parecía una rapidita.
Para mí
que ella tenía un postizo o una peluca, porque ése no
podía ser
su pelo natural. Tanta cosmética, tanto esfuerzo visual
no me
lograban conectar con las figuras y los secuestradores.
Algo
tan serio, y sin datos firmes. Entonces comencé mi
interrogatorio:
-¿Me puede describir al hombre?
-Claro- dijo ella. Entonces Clara
se dio vuelta con cara de
fastidio, pensando en la inutilidad de todo eso. La
mujer, sin
dar valor a la escena de Clara,
comenzó por él: -Era alto, más
que usted, con todo el pelo; no quiero decir que a usted le
falte,
pero ese tipo era de los que tienen mucho, y grueso. De
cara grande y huesos largos, pero con bastantes kilos;
porque
caminaba pesado.
-¿Como alguien del interior?- agregué.
-Sí, puede ser. Alguien de Corrientes, o de por allá.
Cambiando el estilo, cuando se dispuso a describir a la
mujer,
asumió que no era rubia, y que seguro que vivía en Buenos
Aires desde hacía mucho.
-¿Cómo puede saberlo?- le indiqué con sorpresa.
-Bueno- continuó- ella habló cuando pasaba, y me pareció
muy porteña; de barrio, digo; de otro barrio, no de
éste….
¿Usted me entiende?
-Trato; pero dígame, físicamente, ¿cómo era?
-Más o menos de la altura de ella- señaló a Clara, y con eso
la trajo de sus pensamientos. -Pero más regordeta, de
unos
cincuenta bien llevados. Con unos aros grandes, de ésos
que
no se usan más; zapatos con tacos finos, pero que
manejaba
muy bien. La cartera no hacía juego con nada.
Necesitaba saber qué era lo que le había llamado la
atención
como para fijarse en tantas cosas. Ella me condujo a una
posibilidad de que sí había sido un secuestro.
-Bueno -titubeó un instante- era fácil identificar que
Segundo era del campo; pero los otros dos le tenían la mano en
el cuello, ¿ve? Acá, en la nuca. Y se podría decir que lo
apretaban
un poco para que no se moviera demasiado.
Luego de esa pausa, Clara
arrancó con su verborragia y, al
mismo tiempo, acometió una carga triunfal por la vereda
par
de Juncal. Con cierta resignación la seguí, sin saber
adónde
íbamos. Aproveché ese momento para sacarme algunas dudas:
-Dígame, Clara,
¿sabe quién puede tener una foto de Segundo?
Me parece importante para la búsqueda.
-Sí, sí -contestó- Ya estamos en eso. Los que tienen
fotos con
cada uno del campo son los hijos de Gonzalo; y, por
supuesto,
con lo amoroso que es Segundo, los chicos tienen varias.
-¡Qué bueno! -contesté. Y ella, en una solución continua,
amplió sus dichos: -El tema es que ellos se han ido de
vacaciones
de invierno con la madre, y no están en Buenos Aires.
Por un pequeño lapso traté de tener la iniciativa:
-¿Usted
podría describirme a Segundo?
-Por supuesto -enfatizó- Un ser tan simple y sencillo,
tan
afectuoso y compañero, tan valiente…
Una vez más la interrumpí para que me entregara detalles
físicos que me fueran de utilidad en esta improvisada
pesquisa.
Clara cambió su mirada y lo describió con pinceladas de
sus recuerdos: -Es más bien retacón, con el pelo claro
como
los gringos. Inquieto y movedizo; de mirada vivaz y
tierna a la
vez. A mí me parece que está un poco excedido de peso;
digo,
por esa panza prominente que no oculta los atracones de
comida
que se da.
Cuando llegamos a la otra esquina de la plaza Vicente López,
nos encontramos con una parte de la brigada que estaba
interrogando al podólogo. Había noticias frescas: el
hombre
estaba excitado porque habían entrado en su local los
tres. Le
había parecido extraña la actitud; y, además, que se
pusieran
nerviosos ante preguntas insignificantes, como si tenían
hora
reservada, o con quién se atendían. Tal vez por eso
habían tratado de salir. Sin embargo, Segundo había preferido quedarse
adentro. Esto hizo que uno de ellos lo abrazara como si
fueran
amigos, y Segundo se había retobado, moviéndose como
si tratara de sacarse el brazo. Así habían llegado a la
puerta.
En ese momento, mientras la pareja miraba hacia los lados
y con recelo hacia adentro, Segundo había aprovechado
para
salir corriendo
Inmediatamente Clara
tomó su celular y, accionando las
memorias de los números, dividió a las brigadas en dos.
Por
una parte, seleccionó a los que seguirían buscando a
Segundo;
y por otra, los que estarían en guardia de que los
apropiadores
no siguieran en la zona.
A dos cuadras por la plaza, vivían los padres de Gonzalo,
y a esa hora iban siempre a tomar el té a Le Pont. Sin
mediar
palabras, Clara
me arrancó de esa pequeña muchedumbre y
dijo excitada: -¡Vamos a contarle a Gonzalo!-
Efectivamente,
no bien entramos y llegamos a la mesa del centro, la que
usan
habitualmente para el desayuno y el té, estaba reunida
parte
de la familia junto a una buena cantidad de amigos que se
rotaban como brigadistas. Cual si fuera el living de los
Auyé,
Clara exclamó en voz alta: -¡No saben las noticias que les
traemos!- Gonzalo quiso mantener el centro de la
atención,
pero con ella eso era imposible. Entonces se adelantó a
decir
lo suyo: -Tenemos un círculo de seis manzanas bloqueadas
y
controladas; no pueden salir. Y es asombroso cómo llama
la
gente para darnos datos-. Clara
lo escuchó con respeto; pero
ella sabía que sus noticias eran impactantes, y en un
relámpago
de voz les dijo a todos: -¡Se les escapó!- Ante lo
atónito de
las miradas, insistió: -¡Segundo se escapó de sus
captores!
La situación en sí, la imposibilidad de ponerme en
autoridad,
la distancia que sentía con algunos personajes y la
vehemencia
y arrebato de Clara
me habían ido llevando a una actitud
pasiva: parecía más un acompañante terapéutico que un
investigador de reconocido mundialmente. Creo que
habremos estado unos treinta minutos en el bar. Mientras, escuché
conversaciones increíbles acerca de la colección de
carruajes
antiguos de uno de los Auyé, y de un árbol genealógico de
las
estancias argentinas que estaba confeccionando alguien
que
no me presentaron. Agradecí profundamente que no lo
hubieran
hecho.
Por supuesto fue Clara
quien puso fin a nuestra visita. Eso
también me dio tranquilidad, ya que sobre el final, Doña
Felicita,
enterada de mi profesión, me confesó que estaba
preocupada
porque, en el último mes, le habían faltado dos cucharas
y un tenedor de plata. Alcancé a decirle que es común que
se
deslicen a la basura en una maniobra accidental; pero
agregué
que si, continuaba ocurriendo, lo mejor sería no usar
elementos
tan costosos en el vivir diario y reservarlos para
momentos
especiales.
Habíamos emprendido una caminata por Montevideo
hacia Las Heras, cuando abruptamente nos rodeó uno de los
grupos de búsqueda. Con angustia, una mujer trató de
hacer
un relato de lo que estaba pasando. -Está muy asustado-
dijo.
-Lo vieron allá, en la esquina de Guido; pasó corriendo
sin
prestar atención al tránsito por Vicente
López. En dos ocasiones
trató de esconderse en la plaza; pero, cuando tratamos de
acercarnos, nos desconfía y sale corriendo… Pobrecito-
susurró
hacia adentro.
La congoja se había instalado en el grupo, y
especialmente
en Clara.
Tenía los ojos con lágrimas y el rostro tenso de soportar
la emoción. Entonces, con voz pausada, le dije: -Mire,
Clara, Segundo la conoce; y estimo que confía en usted.
Evidentemente
anda cerca, y el hecho de que esté asustado es
beneficioso
para nosotros. Él saldrá a buscar a alguien conocido
y ésa es también usted-. Tranquilizándola a la vez, le
propuse
que camináramos despacio por la zona, pues seguro que lo
íbamos
a encontrar.
Confieso que yo estaba preocupado porque el tiempo
pasaba, se acercaba la caída del sol, y a esta mujer, que había mostrado
tantas dotes, la había invadido un sentimiento de congoja
que sólo podía acompañar con mi presencia. Nos sentamos,
luego de dar varias vueltas a la plaza, en un banco
frente a la
iglesia de las Esclavas. Sin mirar nada en especial,
dejábamos
fluir el tiempo. El teléfono, que desde hacía rato no
sonaba,
daba inequívocas muestras de que todo podía estar andando
mal. Fue entonces cuando apareció
Segundo, corriendo asustado, mirando hacia todos lados.
Giró en la puerta de la iglesia y se metió en el atrio.
Varios lo
vimos; pero, a causa de lo sucedido antes, todos se
comportaron
indiferentes y esperaron la reacción de Clara. Ella se paró
súbitamente, como un coronel resuelto a firmar un tratado
con
los Pampas. Estaba en un estado de dolor y emoción tal
que
las lágrimas le brotaron como el agua en el aljibe de
Victoria
Ocampo. La mujer extendió una hermosa sonrisa y su piel
pareció
de veinte años. Me miró y dijo: -Vamos a cruzar
tranquilos;
espero que él me vea y, así, no se asuste. Le pido por
favor
que mantenga a todos a distancia prudencial. Yo entro
sola.
Al llegar a la reja de la iglesia, alcancé a verlo a
Segundo.
Sentado en las escalinatas, en actitud mendicante. Los
ojos
caídos, la cabeza gacha, un temblor en los miembros, y
una
importante dificultad para respirar. Ya no estaba alerta.
El
cansancio y el miedo eran notorios. Me dio pena verlo tan
entregado.
Clara entró como quien va a misa. Se le acercó y Segundo
levantó la cabeza. Se miraron largamente. Ella se acercó
con una risita bien conocida por él. Irradiaba una luz
que sólo
Segundo divisaba. El susto, el miedo y la confusión
produjeron
esa reacción tardía. De pronto, se puso de pie; el
Labrador de
los Auyé agitó la cabeza hacia los lados y sacudió las
orejas. El
incesante vaivén de la cola lo mostró feliz.
El cuaderno
Esa mañana me fui solo a caminar por el centro, pensando
en el ruso Fernando para que me grabara los anillos. A
mitad
de cuadra, y entre tantas joyerías, pasé por una librería
que
desentonaba por lo antigua. (Hoy todos esos lugares son
una
copia de sí mismas). Como tantas, llena de chucherías que
cuesta trabajo mirar en detalle. Me detuve de inmediato.
No
sé por qué las librerías y las ferreterías me atraen
tanto. Adentro
era igual: muchas cosas para ver; más aún para alguien
que no está decidido a que comprar. También desentonaba
el
vendedor: un tipo flaco, medio calvo, con un mechón largo
de
pelo peinado en círculo para taparse lo imposible. Y un
bigote
finito que me traía la imagen de un tío que tengo en
Santa
Fe. La camisa le quedaba grande, y los pantalones tenían
mal
marcadas las botamangas. Se puso a mi lado y empezó a dar
vueltas a mi alrededor como noria rota; más por
compromiso
que por interés de vender.
El mostrador estaba lleno de portalápices con biromes
diferentes:
para dibujo artístico, o marcadores para todo gusto.
También había cacharros con gomas de borrar de la forma
que uno quisiera y una gran cantidad de artículos de
escritorio.
Dos mesadas permitían la doble circulación. En una
había, muy bien iluminados, libros de actualidad,
autoayuda,
best-sellers y novelas; en la otra, libros viejos que me
hacían
acordar a las librerías de los setenta: clásicos,
políticos y biografías.
Las estanterías estaban apoyadas contra la pared y
soportaban
hojas, carpetas, cuadernos y papelería para oficina.
Fue allí donde se me ocurrió comprar algo, para
escribirle a
María durante los últimos quince días antes del
casamiento y
para regalárselo tiempo después.
Buscaba algo práctico para poder llevar encima. Siempre
escribí poemas y, si me brotaba uno, tenía que estar
preparado.
Hacía unos días había terminado de leer los Cuadernos de
Temuco de Neruda… por qué ser menos. Así que busqué un
cuaderno de tapa dura de tamaño pequeño. Aunque parezca
increíble, ya casi no se encuentran. La mayoría son
grandes;
diría gigantes para mi gusto.
Definitivamente debía preguntarle al vendedor quien, sin
mediar palabra, se agachó y, de un anaquel inferior, sacó
cinco
clases distintas: cuadriculados, de veinticinco hojas, de
cincuenta
hojas, con espiral y uno de tapa antigua. Este último
era el más adecuado. Me pareció que, cuando lo elegí,
dijo susurrando:
“¡Ah, sí, es un cuaderno multiplicador de palabras!”
Como no le entendí y quería irme, no le repregunté. Pagué
y
me lo puso en una bolsa de papel.
Mientras Fernando me hacía grabar los anillos, seguí
pensando
en la multiplicación de las palabras; ¿qué me habría
querido decir?, ¿que tenía tablas de multiplicar? El tipo
era
raro; por lo tanto, cualquier cosa que dijera podía sonar
extraña.
En el subte comencé a sentir una sensación de duda.
Estaba
muy nervioso como para ponerme a escribir un poema
por día. Tenía miedo de fallar, de no ser preciso; de
mostrar
ese hermoso momento bajo presión y no bajo pasión. Por
otra
parte, parecía contradictorio; porque gozaba con las
ganas de
dejar en el papel mis sentimientos más profundos.
En casa, solo en mi cuarto, busqué hacer cosas para
relajarme.
Coloqué los anillos en el saco que me había prestado
Jorge (él era más alto y flaco, pero me quedaba pintado para
usar en el casamiento); revisé la lista de cosas que me
había
hecho María (y estaban al día); saqué de la bolsa el
cuaderno,
lo puse en mi escritorio y busqué una lapicera: es mejor
escribir
estas cosas importantes con pluma que con bolígrafos.
También bajé la persiana, y me recosté en la cama a
examinar
algo que me moviera desde adentro para regalárselo.
Las emociones subían y bajaban por mi garganta. Creí
estar en condiciones para trazar algo… todavía no sabía
qué,
pero algo lindo caminaba dentro de mí. Me senté en el
escritorio,
abrí el cuaderno y, sin saber por qué, investigué las
tablas
de multiplicar. No las encontré.
Revisé las tapas y las hojas interiores, con fastidio por
estar
perdiendo ese hermoso momento. Traté de concentrarme en
lo que iba a hacer. Puse la fecha en el ángulo superior
de la hoja
y, en el momento que fui a garabatear los primeros
versos:
Ahora que estoy frente a ti
sin que tu cuerpo
me distraiga.....
…se puso en blanco. Mi mente me había traicionado en
forma artera y desvergonzada: había quedado una solitaria
A como comienzo de un
final abrupto. Desconcertado como
un chico que quiere empezar lo interminable, quise soltar
mi
mano escribiendo algo. No salía nada. Puse una E, quizás ya
pensando:
Entre el amor
y el encanto
me derrumbo
entre silencios…
Nuevamente algo me molestaba y la situación estaba más
tensa al ver que había arruinado la primera página del
cuaderno.
Levemente separadas la A de la E, tampoco llegaron a
concretar unos versos más allá de mis sentimientos y de
mi
mente.
Cerré el cuaderno con la lapicera adentro, marcando la
hoja escrita. Con lo contrariado que estaba no sabía si
cortar
la hoja o corregirla al día siguiente. Me recosté para
dormir
mientras jugaba a construir una palabra que comenzara el
primer verso con A-E:
Arenas
A veces
Alegre
Nada de esto servía. La A era mayúscula; y la E, también.
Entré en el sueño discutiendo, y creo que soñé con eso
porque
quedó como un recuerdo vívido. Esperaba retener todo
cuando
estuviera más lúcido. La solución apareció enfrente de
mis
ojos:
¡Ah! Enamorado.....
Sonó el despertador. Siempre me costó levantarme; pero
esa mañana fue un peso mayor. Algo así como haberme
quedado
despierto o trabajando, que es peor. Me esforcé por
despabilarme.
Sin ganas me duché. Había mucha humedad y el baño
me relajaba de la tensa noche que había tenido.
Entonces fui recordando el sueño. Me daba placer el hecho
de regresar a esos momentos. Pocas veces uno evoca con
claridad
los detalles de un sueño. Ahí estaba: ¡Ah! Enamorado. Un
buen comienzo; nada mal. ¿Con qué podía seguir? Seguro
que
se iba a ir aclarando en el resto del día… Pasaban un
millar de
posibilidades por mi cabeza y me sentía feliz de poderle
escribir.
Salí del baño, me vestí a las apuradas, tomé el cuaderno
y
mi lapicera, los documentos, la billetera y las llaves. Y
me fui
al trabajo.
En el subte, con poco lugar como para moverme, quise ver
si podía quedar bien la relación de espacio entre la A y la E.
Abrí el cuaderno y
quedé perplejo. No podía creer lo que estaba leyendo:
¡Ah! Enamorado
de tu amor
y mi amor,
con las manos entrelazadas,
de los sueños
que vendrán.
Con mi letra, con mi lapicera y, lo más increíble de
todo:
como si lo hubiera yo. Bueno, no lo había escrito, pero
cualquiera
que hubiera leído algo mío podría decir que había sido
yo.
Lo leí y releí y me encantaba. ¿Cómo?, ¿cómo había sido?
Pensé que si me bajaba una estación antes podría pasar
por la
librería. Miré la hora: no iba a poder llegar a tiempo al
trabajo…
quizás a la vuelta iba a ser mejor.
Trabajando en el medio de un desorden mental terrible,
traté de convencerme de que había sido yo. Seguramente
dormido
me había levantado y lo había escrito. Y, al despertar,
había imaginado que lo soñé. Sonaba convincente, pero no
me
lo creí. Tenía frente a mí un letrero gigante que decía:
¡Multiplicador
de palabras!
En el horario del almuerzo me fui de una escapada hasta
la librería. De camino me imaginaba que el vendedor no
era el
mismo, que se había tratado de un raro proceso de mi
fantasía…
por no pensar en algo más extraño aún. ¡Soy rebuscado!,
me dije.
El vendedor era el mismo. No podía dejar de sonreír al
verlo y al recordar mi profusa imaginación. Tomé la
actitud
de alguien que está buscando algo nuevo y que sabe lo que
quiere. Me acerqué y le dije: “Estoy buscando un cuaderno
multiplicador de palabras”. “Ah, sí; ya no tenemos más”,
me
contestó indiferente. “¿No sabe cuándo le van a llegar?”,
volví
a preguntar con cierta ansiedad. “Bueno, me parece que no
vendrán más. Hace unos días vendí el último; pero los
anteriores
son de hace más de un año, y no los pudimos reponer”,
me respondió contundente.
Como la situación se ponía muy confusa y sin poder llegar
a tener nada en claro agregué: “Dígame, ¿podría decirme
usted
todas las características del cuaderno?; conozco algunas,
pero me gustaría tener un panorama completo”. “Bueno, no
lo sé” me dijo con tono monocorde. “Pero usted, al
venderlo,
comentó que era un cuaderno multiplicador de palabras”,
insistí con convicción. “Sí, claro” dijo. “Hice ese
comentario
porque estaba escrito en la caja en la que venían.
Incluso creía
que era el nombre del cuaderno, porque venía sin marca ni
empresa”.
Quedé totalmente desconcertado. En la primera hoja había
escrito…quiero decir, se habían escrito los primeros
versos.
No había nada cuando lo abrí por primera vez.
“¿No sabe en dónde puedo conseguir uno de ellos?” insistí
con cierto desdén. “No, no, sé”, respondió lacónico.
“Muchas
gracias”, dije sin disimular mi fastidio.
Camino a la oficina se me ocurrió un hermoso poema ligado
con confusiones de enamorados, y me pregunté por qué
no había traído el cuaderno conmigo. Ésa había sido la
idea
originaria: que, si se me ocurría algo, lo iba a escribir
en el
momento para no olvidarlo.
A partir de entonces, todo cambió: mis pensamientos me
dejaron de pesar, pude trabajar normalmente y mis
emociones
caminaban por otros senderos. Un misterio sin solución
pasaba a ser un alivio a lo desconocido. Ansiaba llegar a
casa
para ponerme a hilvanar estas sensaciones. Tenía tantas
cosas
que volcar, que me brotaban solas.
No había nadie al llegar: era el clima ideal para ponerme
a escribir. En mi habitación, me preparé como para
dedicar
horas a mi placer: estar solo, a solas con ella.
Tomé el cuaderno y de la sorpresa pasé a la excitación.
Había unas seis paginas manuscritas con los más profundos
sentimientos en unos versos que alguna vez había pensado;
otras, imaginado. Y todos estaban empapados del amor que
me envolvía en forma permanente.
En pocos días desarrollé la técnica para escribir sin
escribir.
Lo ideal era acostarme en mi cama y relajarme. Allí
brotaba
mi sentir y solo, sin más, se volcaba en el cuaderno.
También
pasaba cuando salía con María: al volver, estaba todo;
con detalles, con gracia y, por sobre todas las cosas,
con la más
hermosa manera de decirle cuánto la quiero.
Los últimos días, antes de contraer el sacramento, fueron
muy activos con respecto a mis escritos. Faltando dos
noches
para poder vivir con ella por el resto de mis días, el
cuaderno
estaba lleno de hermosos poemas, canciones y frases de
amor.
Lo leí y releí con placer y detenimiento. El último
momento
de magia que me brindé fue pensar que tenía que numerar
las
páginas.
La mañana del diecinueve de junio me cambié la ropa,
preparé los documentos y tomé el cuaderno para
regalárselo
ni bien finalizara la boda. Lo abrí como para comprobar
lo
que durante todo el tiempo no había comprendido, pero que
había aceptado con placer. Una sonrisa se dibujó en mi
rostro:
no sólo estaban numeradas las páginas, sino que los
poemas
estaban titulados igual que las canciones y las frases,
con numeración
romana, como a mí me gusta.
Durante la ceremonia estaba nervioso, ansioso; pero logré
captar ese maravilloso instante de máxima felicidad. Al
finalizar,
no sé cómo, quedamos solos por un instante. Entonces
aproveché para entregarle lo que para mí ya se había
transformado
en un libro. Ella lo abrió, emocionada, llena de
felicidad.
Parada en la cima del mundo, lo miró y me hizo una
sonrisa.
Como por cumplido lo miré de reojo, sólo para ver en
dónde
estaba abierto. Desde ese instante, mi mundo se derrumbó.
Estaba vacío. Completamente vacío. Como si hubiese sido
una falla de mi ilusión, un castigo a mi comodidad. Ella
me
dio las gracias; y nunca le pregunté, pero creo que no lo
miró
bien y, como no le anticipé nada, quedó como algo
extraño.
Eso pensé.
Toda la historia del cuaderno fue muy confusa para mí.
Incluso cómo lo recibió María, y que nunca me hubiera
preguntado
nada acerca de él.
Hoy, después de más de diez años, no dejo de admirarme
de que, noche a noche, antes de dormirse lea ese cuaderno
vacío;
y de que, al cerrarlo, me dé un beso con la misma mirada
que cuando lo recibió.
Una contracción involuntaria del diafragma.
El sábado 4 de noviembre Jorge
Andrés Rodríguez Vela,
el doctor Rodríguez Vela, estaba en su escritorio, ordenando
papeles, actualizando los archivos en su computadora
portátil.
Como buen coleccionista, gustaba de los discos de vinilo
que saboreaba en un moderno equipo de audio con dos
bandejas,
amplificador Fisher 1200 y un ecualizador con parlantes
Nortwik de alta fidelidad. Usualmente disponía de tres o
cuatro horas para su placer antes de prepararse para la
exacta
salida de la hora 20. Esa noche sería noche de amigos.
Algo informal,
sin tanto protocolo; un asado en lo de su socio de
proyectos,
festejando el ingreso a la facultad del hijo de Octavio.
La ventana del lado de Posadas estaba abierta, y la
atmósfera
era perfecta para escuchar a You Oein Sie, interpretando
en violín unas antiguas canciones chinas. Con exacta
ceremonia,
abrió la caja de habanos y preparó la escena para fumarse
un Romeo y Julieta
robusto. Luego del primer deleite se
sentía preparado para servirse, del humificador, una copa
de
Vistalba, la última medalla de oro de Pulenta. Se merecía
eso
y mucho más. Fundador de una clínica médica, y creador de
la innovadora idea de hacer un geriátrico para personas
de
altos recursos: dos edificios contiguos, con amplios
parques
entre ambos. La clínica, de atención al público, en
especial
para los familiares de los ancianos internados en el
edificio de
la derecha por Callao entre Quintana y Alvear. Pero lo
innovador
era haber preparado un edificio de departamentos de dos
y tres ambientes, con servicio de hotel seis estrellas,
cámaras
de circuito cerrado que detectaban las situaciones
anómalas,
un refinado sistema de alarmas de monitoreo y un delicado
mobiliario que ocultaba las instalaciones médicas. El
plantel
de médicos impresionaba con diplomas de post-grado y
especializaciones
extrañas. Con un sorbo de vino y el humo aún
en su paladar, recordó cuando su padre le había dicho:
-Todo
esto que vas a heredar algún día, vas a multiplicarlo por
diez-
Había sido entonces cuando lo había surcado una incrédula
mueca de satisfacción, una sensación de placer que
resaltaba
más el habano y el vino. Su padre, profesor de fisiología
en la
Universidad de Buenos Aires, depositario de tantas
herencias
multiplicadas y miembro de las academias y sociedades más
prestigiosas en el país, le había dejado, sin dudas, el
gen de la
victoria y el éxito.
Una raspadura permanente de la púa en el surco del disco
lo mantenía expectante de las notas a venir. Entonces, en
la
armonía de esa tarde-noche, sintió cómo su estómago se
hundía,
su pecho se inflaba y su garganta se cerraba para no
dejar
pasar el aire o, más precisamente, el sonido tan
desagradable
que provoca el hipo. Fue controlado, desapercibido, tan
distante
que parecía ajeno a él. Durante las primeras diez o doce
contracciones se dejó llevar por el tiempo y la calma, ya
que
estaba seguro de que pasarían en minutos. Superado el inicio
abrupto del hipo, se puso a pensar qué le diría a un
paciente
que lo consultara por esto… En fin, nunca pero
absolutamente
nunca, recibiría a un paciente que le preguntara eso.
Abrió el
placard y, en el segundo estante de la derecha, encontró
el cajón
que usaba de botiquín. Buscaba con la incertidumbre que
tienen los niños en su cumpleaños. Él nunca había puesto
allí
un relajante muscular, pero pensó que debería tener uno.
La
sorpresa se tiñó de gracia cuando, envuelto en su caja
original,
con el vencimiento en fecha y sin haber sido usado ni
puesto
por él, apareció en el cajón como por arte de magia.
Recordó
entonces que debería darle las gracias a Meme,
invalorable
como ama de llaves. Agregó en su agenda que le compraría
un regalo. Nuevamente sentado, con la píldora en su boca
y el
agua fresca inundando su garganta, se apoltronó en el
sillón
a fin de recorrer los veinte minutos que se necesitan
para que
un medicamento haga efecto.
María Marta ya estaba lista para salir y le tocó la
puerta en
dos ocasiones. En la segunda, le preguntó si ya había
terminado
sus cosas, que en minutos se iban. Dentro del escritorio
se ocultaba el escenario de una lucha inclaudicable. Por
una
parte estaba Jorge,
sin ceder en su prestancia, manteniendo
su elegancia y dominador del mundo como era. No podía ser
de otra forma; no podía ser que lo amainara ese intruso
que lo
había invadido. Por otra parte, estaba ese bombeador de
aire,
que resoplaba como una fragua nueva. Le arqueaba el
vientre
y, en segundos, expulsaba el aire sin despojos. Tanto que
el
pecho se desarmaba y traslucía apariencia de vencido.
Como
la lucha se tornaba más larga de lo esperado, Jorge, decidió
buscar un antiespasmódico.
Ya sin asombros extraños, encontró una caja nueva;
mientras
tomaba la pastilla, se dijo: -¡Definitivamente Meme es
única!- Sin tiempo para ordenar, se limitó a cerrar su
computadora
y poner llave a los cajones privados. Salió con el apuro
de no estar llegando tarde a ninguna reunión.
En el auto, María Marta le preguntó: -¿Qué te pasa que
estás tan callado?- Sin mediar palabras el pecho de Jorge se
convulsionó y, como si una válvula hubiese quedado mal
cerrada,
salió de entre sus dientes un silbido proveniente de
la profundidad del estómago. Con una sonrisa, María Marta
continuó el interrogatorio con mayores precisiones:
-¿Estás
con hipo?- La contestación fue tan lamentable como lo
anterior:
un sonido extraño, como la combinación de sí con hic, y
su cabeza subiendo y bajando,
Diciendo: -¡síhic!, ¡síhic!
La cena le preanunció el inicio del calvario. Por
supuesto
que todos lo veían; pero a nadie se le ocurría decirle
algo.
¡Bastante abochornado estaba el pobre! Comió poco. Con
semejante
revoltijo no estaba para eso. Tomó bastante. En especial,
agua; aunque desoyó a su conciencia cuando le ofrecieron
vino, y luego de la cena paladeó un Remy Martain.
La noche, la necesidad de relajarse y la cortante
declaración
de María Marta que le preguntó si eso se le iba a pasar,
porque no sabía si iba a poder dormir con ese ruido,
tornaron
al momento más tenso y sin auxilio. A decir verdad, ya
era
un ruido caminando. Jorge
no disimulaba más. Era mucho
el cansancio muscular que acarreaba luego de cinco horas
de
hipo ininterrumpido. Calculó que eran como tres horas de
gimnasio, como una caminata de todo el día, como una
sesión
de Capoeira al aire libre. -No te hagas problema- le
dijo. -Me
voy a la habitación de Mariela, que está vacía- Por el
pasillo
entre las habitaciones se sentía el sonar de su flauta
ronca despidiéndose
como un silenciador averiado.
Puso el despertador. Algo inútil, ya que no durmió en
toda
la noche. Deambuló por la casa, reconociendo lugares
ajenos
a su conciencia. Con un mal humor desesperante, y un
insomnio
impuesto por su desorden interno. A las cuatro y media
de la mañana llamó a su oficina y dejó un mensaje
diciendo
que no iba a ir, que cualquier cosa lo llamaran después
de las
doce. Una idea solitaria, que nadaba como un salvavidas:
pensar
que se le iba a pasar luego de un sueño.
Nada más lejano; pero él no lo sabía.
Por la mañana, desorganizado y despojado de posturas,
aniquilado por una contracción rítmica sin pausas, con el
cuerpo reducido a dolores y la mente padeciendo un miedo
anticipatorio que no tardaría más de dos minutos en
pronunciarse,
decidió establecer un protocolo de seguimiento; como
lo haría con cualquier paciente que lo consultara. Algo
había
cambiado. No se sentía seguro de hacerlo; no podía
concentrarse
para establecer un orden y prioridades.
Era el primer día de trabajo en que faltaba en los
últimos
quince años, ¡y ni siquiera estaba enfermo! Tenía culpa,
entre
otras sensaciones. Parecía que estaba fingiendo, que no
era
para tanto, que lo estaba sobre- mensurando. Lo concreto
era
que no podía más con su cuerpo y con su espíritu. Usó el
escritorio
como escondite. Una cueva prehistórica que lo mantenía
lejos del asedio de las preguntas. Recién a las seis de
la tarde
se escuchó la voz de María Marta a través de la puerta:
-¿Estás
acá?- No fue necesario que contestara: un abrupto sacudón
lo inhabilitó para hacerlo de otra forma que no fuera con
ese
sonido gutural de pato ronco. -¡No me digas que seguís
con
hipo! debés de estar hecho un trapo; ¡pobre! Decíme si
necesitás
algo. Voy a andar por aquí un rato más- Gracias, muchas
gracias que se fue, pensó. Lo último que quiero es que me
vea
en esta situación.
A las diez y cuarto, luego de comer una ensalada que le
trajeron al escondite, se tomó un hipnótico para consolar
el
sueño de cualquier manera. A la media hora estaba
durmiendo
como un ángel. Si Jorge
se hubiese escuchado, habría percibido
que no roncaba, pero que sí exhalaba ese sonido
deplorable,
sin atenuantes. Con la boca entreabierta se escuchaba
como una tromba marina surcándole la boca.
Un estertor lo despertó por la mañana, como si temblara
el piso. Se incorporó y sintió el paso de mil años por su
cuerpo.
Estaba tan desorientado que le costó reconocer que había
dormido en su sillón del escritorio. Sintiéndose sucio,
con dos
noches sin bañarse y una barba inusual para él, se fue al
baño.
Al pasar por la cocina le pidió a alguien de servicio que
le preparara
una muda de ropa y el traje gris topo. Entró al baño y
dejó que los gritos estomacales se ahogaran con el agua
tibia.
Salió para la clínica sin decir nada. Al llegar se sintió
mareado,
sin tono muscular y con una ligera taquicardia. En su
oficina
le dijo a su secretaria que llamara a su socio para
encontrarse
no bien él pudiese en la oficina. Que era importante.
Al entrar, Octavio lo miró y dijo extrañado: -¿Qué te
pasó?
-¿Tanto se nota?- Sin dejar intervalo entre la pregunta,
el
sacudón del tórax y la consecuente expulsión del aire
involuntaria.
Inmediatamente y con la certeza de que ya no era
prohibido tener hipo, le dijo lo que estaba sufriendo en
los
últimos días. Octavio, con la seguridad que tiene el que
nada
sufre, le dijo: -Vamos a internarte un par de días.
Hacemos
estudios y análisis y una terapia de inhibición al vago;
¿qué te
parece? Un sí sibilante, que los hizo reír a los dos,
salió de la
boca de Jorge.
En los días siguientes le estudiaron todos los órganos y
musculaturas que inerva el décimo par craneal, las
enzimas
cardíacas, hepáticas y pancreáticas. Resonancias de
cerebro y
mapeos del encéfalo y de la corteza cerebral. Dopaje de
hormonas
en sangre, sales minerales y la combinación de todos
los electrolitos y sustancias de deshecho que se pudieran
encontrar.
Pasado los tres días, Octavio entró en la habitación
con su laptop en la mano, la abrió en el escritorio y se
sentó en
la cama. Con voz segura comenzó a leer los resultados.
Sólo se
detenía en los valores anormales. Algo que era muy raro,
ya
que eran pocos y de insignificante cuestionamiento. En
resumen:
no había nada. De todas maneras, Jorge
lucía muy mal.
Era notorio el desgaste después de cinco días de
convulsiones
y todo tipo de medicación intravenosa para detener esa
excitación
involuntaria del nervio hipogástrico. Decidieron
presentarle
el caso al Profesor Mertz, que les servía de consultor en
psiquiatría y neurología. La urgencia se marcaba en el
tiempo
transcurrido. No había peligro de ninguna complicación
física,
pero el deterioro era notorio.
Al día siguiente, el Dr. Mertz llegó temprano a la
clínica;
luego de estudiar todos los resultados con Octavio, en la
Dirección, se fueron a la habitación del último piso. Un
departamento
de dos ambientes con un jardín de invierno que
regocijaba a los más selectos coleccionistas de
orquídeas, y le
plantearon a Jorge
las posibilidades: en una mano tenían la
aplicación de electroshock para corregir el desbalance
químico eléctrico en el nervio afectado. Por otra parte, podría ser
menos traumático el uso de hipnosis para llegar al
equilibrio
cerebral esperado. Esta última era menos exitosa pero, al
no
ser invasiva, era también más segura. La terapia con
electroshock
tiene varias situaciones colaterales; como, por ejemplo,
la pérdida de memoria. Claro que con sucesivas
aplicaciones;
y quizás Jorge
se pondría bien con una o dos descargas nada
más.
Siete días más, y la situación en el mismo estado. Pasó
por
terapias similares, electrólisis ácida, anestesia
raquídea, balum
de potasio en la inserción del nervio con el diafragma y
dilatación calórica, húmeda y seca. Nada, nada servía. Al
día
veinte del inicio de los síntomas, el estado de Jorge era catastrófico.
Se temía por una excitación cortical, ya que estaba
desorientado en el tiempo y en el espacio. Lúcido, por
supuesto.
Pero sin los signos que lo reconocían como al ilustre
creador
de ese imperio que no podía resolver su hipo.
En el amanecer del miércoles seis, llamó a la enfermería
y
le solicitó que le trajeran el traje gris topo con el que
había venido.
La enfermera se asustó mucho cuando, luego de decirle
que no podía irse, él empezó a gritar como un energúmeno.
A
decir verdad, él también se asustó escuchándose gritar y
vociferar
a los cuatro vientos. No habían pasado más de diez
minutos
cuando Octavio apareció en la habitación. -¿Estás bien,
che? Me dicen que querés irte… La verdad es que si me
hubiese
pasado a mí, ya me hubiese ido y te hubiera dicho que te
metieras toda tu medicina en el traste. Disculpáme que te
hable
así, Jorge;
pero estoy muy frustrado y sos un gran amigo…
Realmente no sé qué más hacer- Jorge
lo miró con empatía;
con la cara relajada, le dijo: -No pasa nada, che. Estoy
podrido,
cansado, harto; y también muy desilusionado.
Al llegar a la casa le pidió a Meme que le preparara un
dormitorio
en su escritorio. Dio precisas instrucciones de cómo
debían de entregarle la comida y a qué horas. También
acerca
de las visitas, y en especial dejó dicho que los
comunicados de
cómo se sentía los iba a dar luego de las seis de la
tarde, por
escrito o por correo electrónico. Para finalizar, le
pidió que le
explicara a María Marta y a los chicos, cuando vinieran,
que
no estaba de ánimo para nada y que, si había algo urgente
que
tratar, lo podrían hacer por el intercomunicador.
Tratar de describir los meses sucesivos sería como
fotografiar
la bajada de un niño por un tobogán gigante. Cuadro
por cuadro se veía un deterioro en el estado físico y
mental de
Jorge. Tanto como la distancia impuesta por él, que resonó
significativamente en cada uno de los miembros de la
familia.
Los hijos, que ya estaban lejos, se fueron para siempre.
Ni siquiera
contestaban los correos. María Marta trató de buscar
situaciones que lo estimularan a salir de ese encierro.
Claro
que sin mucha creatividad. Primero hizo una ronda de
amigos
a fin de mantenerlo socialmente activo. Después intentó
decirle que se mudara a la habitación para estar juntos;
y, por
último, planeó un viaje en crucero de seis meses de
duración.
Por supuesto que nada funcionó y ella se fue sola al
barco;
cosa que lo alivió mucho a Jorge
por ese tiempo.
Ser un ermitaño, un cavernícola en el siglo veintiuno,
era
un desafío de difícil organización. Primero cerró todas
las
ventanas y por meses permaneció a oscuras. En muy pocas
ocasiones encendió la luz, tanto que ni siquiera sabía si
estaba
conectada o no. Después perdió el hábito del habla. Lo
hacía
con muy pocos: con Meme, y con Octavio en raras
ocasiones.
Luego se inclinó por una suciedad propia y ambiental que
lo
relacionaba más con un esquizotípico o un esquizofrénico,
sin
el deterioro mental de esas personas. En fin, podría
decirse
que tenía un deterioro distinto, pero se parecía en la
mugre
y en el desorden. Y también en las fantasías, que ya
parecían
alucinaciones. Él lo sabía; y Octavio también: no tenía
una
psicosis, sólo hipo en forma descontrolada.
Nada lo inmutó cuando esa mañana de abril entró por
debajo de la puerta una carta silenciosa, que quedó estática durante
una semana. Por un tropiezo accidental la había rescatado
de la suciedad. Con la tenue luz que podía entrar por los
postigos la leyó sin parpadear. María Marta se iba. Ya
estaba
iniciado el trámite de divorcio y le deseaba que se
recuperara.
Jorge la había dejado caer y, por la noche, cuando Meme le
trajo la cena, le había dicho que se fuera de la casa y
que sólo
viniera para hacerle de comer; que le dejara las comidas
en la
cocina. -Nada te va a faltar, Meme- le dijo con voz
profunda.
-Octavio te va a dar todo lo que necesites.
Brutalmente solo, en un departamento de trescientos
metros
cuadrados, se le despertó un instinto prehistórico que lo
indujo a probar y experimentar. No de la forma
científica, sino
como un primer hombre que se relaciona con las raíces y
las
hojas, y que experimenta la utilidad que pueden tener.
Primero descartó las teorías tradicionales del hipo. Como
tomar siete sorbos de agua y todas esas historias
caseras. La
idea del agua y de no respirar no le parecía tan extraña;
podrían
tener una validez en algún costado. Fue entonces cuando
llenó la bañadera de agua tibia y se sumergió en períodos
de minutos, con los ojos abiertos y tratando de
concentrarse
en los latidos del corazón y en el conteo de los segundos
para
tratar de estar el mayor tiempo posible debajo, sin
respirar.
Lo único positivo de ese experimento fue haberse dado un
baño accidental, cosa que no le venía nada mal. Durante
diez
días dejó la postura bípeda y caminó con las manos en el
piso,
comió papel sabiendo que el cuerpo humano no degrada la
celulosa, giró su postura como un yogui y se apoyó en el
suelo
con la cabeza. Esto, después de intentar radicar el hipo
sin
alternativas positivas, le gustó; dado que su cuerpo, y
en especial
su musculatura, se contraían en forma diferente y no
sentía tanto dolor. Utilizó sustancias tóxicas caseras,
como lavandina,
detergente; y hasta pequeñas dosis de raticida, que
le hizo perder todo el pelo.
Diez meses, y nada. Para esos tiempos el único que
llamaba,
de vez en cuando, digamos una vez por mes, era Octavio.
La mayor preocupación era que se hubiese muerto sin que
nadie
lo supiera. En ese lapso se había cambiado la polaridad
del
dolor, ya que había perdido por completo el tono muscular
y
la necesidad de reptar para poder trasladarse lo habían
convertido
en un ser indolente y atónito.
La mañana del 16 de Diciembre, muy temprano, sonó el
teléfono. Jorge
estaba durmiendo casi a su lado. Cuando trató
de moverlo, se descolgó, y sintió la voz de Octavio: -Jorge,
¿estás escuchándome? Un sí profundo resonó en la línea.
-Te
llamo porque pasó algo, y te lo tengo que decir… Es
acerca de
María Marta… - Jorge
había escuchado atentamente la mórbida
noticia, y había dejado salir un gracias. Terminó con eso
la
comunicación. Como intentando hacer un esfuerzo supremo,
se había puesto de pie, controlando la desagradable
sensación
del mareo, y se había dirigido a la ventana. La abrió, y
el sol
de la mañana le bañó la cara. El verde terroso de su piel
se
convirtió en un rosa pálido en cuestión de segundos.
Respiró
hondo, cambió el aire en varias ocasiones y volvió a
construir
en su cara esa mueca de felicidad que le regalaba la
vida. Fue
al ropero y preparó el traje negro. Por primera vez, en
tanto
tiempo, Jorge
no tenía hipo.
Para Gabriela, mi mujer
que una noche me pidió un
cuento para dormir
Rodelita y Cyanila
En el crepúsculo de la tarde entrerriana Antonio surcaba
las cuchillas de la ruta once de regreso a casa, con el
camión
lleno de fruta y el cuerpo molido por un día
interminable. El
serpenteo continuo le provocaba cierta diversión. Esto y
la radio
lo transportaban a otro mundo, pasajero y descansado.
En el límite intangible entre la luz y la noche, se
aferraba
a no encender las luces del camión, tratando de robarle
unos
segundos a la penumbra. En ese relámpago de oscuridad,
tuvo
la percepción de que no veía bien; en fin, no es que
distinguiera
mal, pero su registro de las cosas había cambiado. El
camino
estaba bien definido, pero se apreciaba todo azul ahora.
Veía en azul: los árboles, las sombras, las líneas que
antes
eran blancas o amarillas. Incluso, dentro de la cabina,
el tablero,
el volante. Luego, al girar la cabeza hacia abajo, vio su
ropa
en tonos de azul.
Decidió frenar en un puente donde sabía que paraban dos
chicas que conocía desde hacía tiempo. Se detuvo a unos
metros
de ellas. Empezó a temblar cuando comprobó que sus
brazos y sus manos eran azules.
Tratando de disimular, bajó con el mate en la mano y se
acercó lentamente a sus amigas. Cierta tensión en los
pasos
lo hacía tambalear levemente, como si tuviera dos copas
de
más. Las expresiones de ellas, desconcertadas por su
andar,
lo pusieron aún más nervioso.
Ante algo tan notorio, la más vieja le preguntó si se
sentía
bien. Él les dijo que estaba un poco cansado y que bajaba
para
ver si le cebaban unos mates. La extrañeza por la
obviedad se
contraponía a los años que llevaban de conocerlo. De
todas
maneras, le preguntaron lo mismo en dos oportunidades
más.
Esquivo y ausente, se quedó con ellas casi dos horas; sin
más,
las saludó como siempre y se fue; a simple vista, un poco
más
derecho y relajado.
Encendió el motor y se dijo: -Estoy muy cansado- se dijo.
Una rápida y contundente forma de esquivar el bulto.
Aceptada
la explicación, la solución estaba muy cerca.
Pasando la entrada a Villa Paranacito, después del río,
hay
un lindo parador como para entrar el camión, quedarse a
dormir
tranquilo y seguir sin problemas a la mañana siguiente.
Llamó a Mirtha para que no lo esperara temprano en la
mañana. Ella solía ser muy cariñosa y atenta a sus
necesidades.
Nada se transparentó en la conversación. Sería porque no
lo veía; o porque, con los años, había aprendido a no
asustarla
con los peligros que vive un camionero.
A las cinco y veinte ya estaba clareando. Había dejado
cerradas
las cortinas. Por eso, y por el disco compacto de música
new age que le habían regalado en la promoción del
celular, se
quedó durmiendo hasta pasadas las siete. No quería
levantarse.
Con el último sueño hasta extrañó que no le trajeran unos
mates a la cama y, a regañadientes, abrió los ojos. El
sol estaba
hermoso y brillaba en un magnífico color azul. Una
pesadumbre
inconsolable lo invadió. Ya no tenía la desesperación que
lo había asolado la noche anterior. En ese momento el
desasosiego
fue generalizado, y sólo pudo decirse: -¡No entiendo
nada!
El resto del camino fue lo mismo: una película repetida
y de mal gusto; sin matices, y con un pensamiento difuso
y
enojoso de sentirse así. La posibilidad de tener que
dejar de
trabajar por este asunto de la vista lo mantenía
fastidiado y lo
preocupaba.
Llegó al mercado central y bajó la carga como un
autómata,
como un profesional del transporte pesado; ocultando sus
encontrados sentimientos y creyendo ferviente que alguien
iba a solucionar su problema. Se encontró con su hermano,
que tenía un puesto de verdura y fruta. Lo estaba
esperando
con una sorpresa: tenía la foto de la primera de Chicago,
firmada
por todos los jugadores. Ni una sonrisa se le dibujó a
este pobre hombre que, en vez de ver la camiseta de sus
amores,
veía una con franjas azules y celestes.
-¿Qué te pasa?-le dijo, tratando de acercarse a su
hermano
mayor. -Parece que hubieras perdido el trailer o el
camión
entero.
-No sé, no sé- fue lo único que se escuchó, dubitativo.
Luego,
como en una confesión, seguro y entregado, anunció
solemne:
-Veo todo de color azul.
Estacionó el camión sobre la avenida de los Corrales,
frente
a la fábrica desocupada. No había problemas: desde chico
había vivido en Mataderos y todos lo conocían. Entró en
la
casa y Mirtha lo recibió como si se hubiera ido hacía
apenas un
rato. Le encantaba sentirse en familia y no parecer que
venía de
visita, como realmente era. Otra vez lo mismo, otra vez
contar
la historia; con el mismo resultado y todos sin entender.
Luego del primer momento de desarreglo emocional, vino,
inexorablemente, un tiempo de compasión. -Todo se va a
arreglar- le decían, como un clarividente instruye a su
cliente.
-No pasa nada, che; es sólo cuestión de tiempo-
respondían
los amigos del café. Él les decía que trataran de ponerse
un
par de lentes azules, y que vivieran con ellos todo un
día, para
que vieran lo difícil que era el cambio.
Las palmaditas en la espalda, las preguntas de Mirtha
queriendo
saber si estaba mejor, su madre (que les comentaba a
todas sus amigas que la vida de un camionero es muy
peligrosa
por las enfermedades que se pescan en la ruta) y, para
colmo, la inminente renovación del registro de conducir
lo
hicieron sentir como en un depósito de explosivos
lindante a
una fábrica de fósforos.
Pasaron tres meses para que pidiera turno con un
oftalmólogo
del sindicato. Decir que Antonio ya no era el mismo
era una certeza; no porque viese distinto, sino porque
había
engordado veinte kilos, perdido la mitad del cabello, y
una
incipiente impotencia lo había tornado hosco y distante.
Sin
contar que la diabetes se había también disparado como
loca y
que el insomnio era moneda de cambio en las noches.
Desde la visita al primer médico hasta llegar al profesor
Nicotti fue sólo deambular por consultorios. Primero, con
los
gastos cubiertos por la obra social; y, más tarde, con la
desilusión
al escuchar que, si los profesionales no encontraban nada
en su vista, significaría que no tenía nada malo. Fue
entonces
cuando empezó a rondar por los consultorios de Recoleta,
con muchas secretarias y exámenes previos que
justificaban
los cien dólares de la consulta. En un solemne manotazo
de
ahogado, el profesor Nicotti le dijo que debía concurrir
a un
neurólogo afamado.
-Ya fui a cuatro, doctor. Y ninguno de ellos me encontró
nada. Qué sé yo… tengo todos los estudios.-
Sin más, y en un acto de sabiduría, el profesor Nicotti
le
respondió: -Vaya a hacer una consulta con este
psiquiatra.
Pasó por cuatro loqueros, dos videntes, un manosanta, dos
pastores de no se qué secta y varios tipos que le
vendieron
piedritas. Todas las noches llamaba a distintas radios
para
comentar su problema y tenía tantas interpretaciones como
chantas que le contestaban.
A partir del año, lo irremediable se había apoderado de
Antonio. Había encontrado a un profesional que lo ayudaba
a
buscar sus emociones, a percibir cómo estaba y a seguir
adelante
con sus fuerzas. A pesar de eso, nada de la vista había
cambiado. Claro que estaba mucho mejor con su esposa,
había
adelgazado, y hasta había recuperado los valores normales
de glucemia poniendo a su diabetes en la vereda de
enfrente.
Una mañana se puso a jugar en internet y colocó varios
avisos en distintos diarios del mundo. De ésos que son
gratis,
como solicitudes raras: “Veo todo azul” decía, “Si a
alguien
le pasa lo mismo o sabe de esto, por favor contactarse
al…”.
-¿Quién sabe?- se dijo, -¡este mundo es tan chiquito!
Con el tiempo siguió trabajando. Los compañeros de vida
le decían “papá pitufo” o “Boca sin limón”, porque le
faltaba la
raya amarilla. Estaba muy tranquilo con la visión de lo
inevitable.
Trabajaba en el mercado porque no le habían dado más
el registro. No era daltónico; pero eso fue lo que
pusieron en
su expediente. No protestó ni discutió la resolución.
Definitivamente
había cambiado.
La tarde del 18 de febrero tocaron el timbre a las cinco
y
media. Mirtha había salido al supermercado a comprar unos
biscochitos para el mate. Antonio abrió la puerta y dos
tipos
en traje azul, y dos más en un auto estacionado en la
puerta,
se presentaron como de la fundación “Algo”. La verdad es
que
nadie entendió de dónde eran, pero fueron convincentes en
cuanto al motivo de su visita.
-¿Antonio Paletta?- le dijo un tipo flaco, de cara
poceada y
mirada intrascendente. Antonio contestó que sí, con la
puerta
abierta como si fuera Navidad. Entonces el otro tipo le
dijo:
-Venimos por el aviso que puso.
-¿El aviso?- repitió Antonio, buscando en su memoria. El
fulano, sacándose los lentes oscuros, lo miró fijo pero
sin amenaza
alguna: -Usted ve todo azul, ¿no?
Antonio reaccionó como si hubiera encontrado unos primos
de Italia que no veía desde hacía cuarenta años. Soltó
una
sonrisa, mientras se escapaba el aire retenido en sus
pulmones,
y decía: -¡Sí!
-¿Podría venir con nosotros?- dijeron al unísono los
hombrecitos
de azul.
-Sí, cómo no- respondió sin dudar o sin juzgar extraña
la situación. -Lo único- les dijo -esperemos a mi esposa
y vamos.
-Me temo que no va a poder ser, estamos atrasados. Si a
usted le parece, uno de mis compañeros la puede alcanzar
en
el supermercado y nos encontramos en una hora.
Ni siquiera el peligro de que conocieran la ubicación de
Mirtha lo puso en alerta. La situación no podía ser más
propicia.
-Estos tipos saben lo que hacen.
Subieron al auto. Los dos tipos iban adelante y Antonio
estaba despanzurrado atrás. Giraron por Lisandro de la
Torre
y fue entonces cuando el acompañante le dijo:
-Ese hombre lo saludó, ¿usted lo conoce?
Antonio tuvo que girar el cuerpo y el cuello para tratar
de
ver por la luneta trasera. Fue lo último que vio. Una
descarga
eléctrica le entró por la nuca y lo inmovilizó de
inmediato.
Se despertó en una habitación muy confortable, con aire
acondicionado, una buena cama, todas las paredes
acolchadas
y dos cámaras en cada ángulo de la habitación. Estaba
tranquilo,
sólo pensaba si el otro tipo le habría dicho a Mirtha que
había partido de improviso. Le dieron de comer. La pieza
tenía
dos puertas. Una se abrió electrónicamente y mostró un
baño
completo. No se veía nada hacia fuera, y no había
ventanas.
Por las veces en las que había comido, le parecía que
podrían
haber pasado dos días; quizás menos. Comía y dormía.
Por un sofisticado sistema le pasaban la comida, libros,
películas
y lo que le pidiese a la cámara. Un día sonó una
chicharra
y se abrió la puerta que, hasta ese momento, no se había
movido. Entró un muchacho joven, vestido de sport, muy
locuaz y con una planilla que tenía que completar. Antes
de
que Antonio pudiera reaccionar, le dijo que había hablado
con
su esposa y que estaba muy complacida con el hecho de que
empezara a saber qué era lo que le sucedía con la vista.
Esto
lo desconcertó. De todas maneras permitió que el muchacho
comenzara con las preguntas. Fue un poco agotador porque
superaban las ochocientas treinta. El interrogatorio duró
tres
horas y, una vez finalizado, Antonio tuvo el deseo, a su
vez, de
hacerle al muchacho dos preguntas; solamente dos. Pero
lamentablemente
las tuvo que guardar, porque el joven se adelantó
y le contestó con una sonrisa: -Ya va a venir el profesor
y le va a decir.
Antonio esperó, más o menos (y esto sí es relativo), tres
días para que la puerta se abriera de nuevo. Fue una
mujer la
que entró y le dijo, con voz afable: -Por los resultados
de su
comportamiento, podrá salir a pasear por el patio en las
horas
de recreo, si es que usted quiere. En este momento
comienza
añadió, girando el cuerpo y saliendo de la habitación:
-Puede
salir cuando quiera.
El patio tenía el mismo sistema que el de su habitación,
sólo que más grande y con una mesa de ping pong, un
metegol
y varias mesas para jugar a las cartas. Algunos estaban
caminando
y Antonio no encontró la forma de integrarse. Luego de
unas horas se fue a la pieza; ni bien entró, se cerró la
puerta.
Al día siguiente apareció, muy temprano, el profesor. Un
señor petizo y gordito, medio calvo, y rosado como un
lechón.
Era, sin dudas, muy parecido a un carnicero amigo del mercado
de Mataderos. El hombre entró con una caja con pequeñas
piedritas. Las iba sacando una a una, y sólo le
preguntaba de
qué color las veía. Antonio respondía pausado y monótono:
-Azul. Hasta que una de ellas lo dejó perplejo. Tardó en
contestar;
no por desconocimiento del color, sólo porque, luego
de tanto tiempo, estaba pudiendo ver el blanco. Excitado
dijo:
-¡Es blanca! Sin más, el profesor cerró la caja y se fue.
Antonio
se puso a gritar por primera vez pidiendo una
explicación.
Por la tarde se abrió la puerta y salió al recreo, como
todos
los días. Se acercó a la primera persona que pasaba
cerca.
Era Elena.
Ella, sin titubear, le dijo: -¿Vos sos el que ve todo
azul?
Antonio largó un “sí” sonoro y sibilante.
-Yo veo todo rojo- dijo ella, y preguntó: -¿Y encontraste
la
piedra blanca?
Antonio asintió moviendo, pesadamente, la cabeza como
en una reverencia. Se la quedó mirando, más confundido
que
nunca y, ante el silencio de Elena,
sólo alcanzó a decir: -¿Y eso
que tiene que ver?
-Afortunadamente somos elegidos- afirmó ella. -Muy pocas
personas podemos ver la Rodelita y la Cyanila. Y ellas
son
las dos únicas sustancias que permitirán al hombre del
futuro
sobrevivir.
Mariposas
¡Hace como diez días que te quería llamar! No sé cómo se
me fue pasando el tiempo. Entre pitos y flautas fui
haciendo
distintas cosas y, no sé por qué, no pude hacerlo. Te
quería
contar que estuve con Julio ¿Lo recordás? Salimos a
almorzar
y, viste como es ¿no?, empezamos a hablar de una cosa y
de
otra. La verdad es que no sé cómo terminamos conversando
sobre las mariposas. ¿Vos te diste cuenta de que ya no
hay
mariposas en Buenos Aires?
Empezamos a dialogar acerca de la razón por la cual no
se las puede encontrar más en la ciudad. En definitiva,
no es
una cuestión que se pueda resolver tan rápido y, menos,
en un
restaurante. La cosa se fue poniendo cada vez más
profunda
y llegamos a la conclusión de que los árboles habían
cambiado
de color. A mí me sonó raro, aunque no le había prestado
tanta atención. Hacía años que no miraba bien lo que
estaba
a mi alrededor.
Según Julio todas las arboledas están cambiando de color
por la polución, el smog. La cuestión fue, que después de
batallar
un buen rato distintas alternativas: que se fueron, que
se
extinguieron, que el calor, que la humedad, que la gente,
que
la vibración, nos quedamos convencidos de que no se
sentían
atraídas por el color del tronco de los árboles. No sé si
te diste
cuenta de que ahora todos los árboles son casi negros,
que ya
ni se ven con el color marrón de la madera.
Salimos y decidimos caminar un poco por Mansilla.
¿Prestaste
atención a que por esa zona hay una buena cantidad de
tilos? Nos pusimos a mirarlos y empezamos a llenarnos de
dudas.
Debajo del primero, Julio se acordó de las gatas peludas.
¡Qué tremendos pedazos de gatas peludas que había cuando
éramos chicos! Sin embargo, ahora no. Buscamos por todos
lados y no había ni una; tampoco encontramos bichos
canasto.
No había insectos. Ni nada que dijera que había vida en
esa vida. Por suerte el tilo estaba florecido y nos entregaba
un
perfume excepcional.
Julio, bromeando, me decía que íbamos a tener que buscar
en el Simulcop una buena mariposa. Yo trataba de
acordarme
de cómo eran. No eran grandes. ¡Eran chicas! Bah, muy
chicas
no. ¡Qué se yo! La fantasía de un niño, me parece. Debían
de
ser medianas. Para mí eran marrón con amarillo, y algo de
verde. Había unas azules, raras ¡Cuándo conseguíamos una
de ésas! ¿Te acordás de cómo las cazábamos? ¡Qué bárbaro!
Íbamos a buscar una rama de paraíso, la rama más fina que
nos quedaba a mano; la pelábamos toda y quedaban los
tallos
verdes, como una red; y venían en bandadas ¿Qué serían?
¡Miles! Había que buscarlas. Tampoco era tan fácil
encontrar
un buen grupo de mariposas. Éramos seis, como mínimo,
caminando
por la calle. En pleno febrero. ¡Qué calor! Al mediodía.
Y ni siquiera nos poníamos una gorra para cuidarnos del
sol. Pensar que hoy todas las madres les ponen gorro a
sus
hijos, tengan o no calor.
Había una azul con los bordes amarillos, con las alas
grandes
y aterciopeladas. La llamábamos la reina. ¿Alguna vez te
preguntaste para qué le asignan esos nombres tan raros?
Las poníamos en frascos, y después entre secantes. ¿Vos
tenés alguna? ¡Yo ni siquiera recuerdo qué hacíamos
después!
Creo que lo más importante no era eso.
La mejor forma para verificar nuestra teoría era irnos al
campo ¿Pero adónde? Buenos Aires está plagado de pueblos
detenidos en el espacio, con costumbres tan distintas que
te
hacen sentir en otro país. Seguro que allí podríamos
encontrar
las respuestas a nuestra inocencia.
La primera idea que se nos ocurrió fue ir a San Antonio
de
Areco. También pasó por la lista Escobar. Así
transcurríamos
el día de mini turismo. Después de divagar un buen rato,
nos
dimos cuenta de que esos lugares serían inútiles; porque,
más
allá de estar en el interior de la provincia, parecen muy
contaminados
también. Fue entonces que a Julio se le apareció
el recuerdo de Rodolfo. Acordáte que él siempre hablaba
del
padre y lo feliz que había sido en su niñez, en Jáuregui.
La verdad es que ninguno de los dos sabía nada acerca de
Jáuregui; ni siquiera en dónde quedaba. Pero al sábado
siguiente
estábamos en Pacífico, de donde sale el micro que te
lleva directo. Dos mochilitas con algo de agua, un salame
y
algo de queso. ¡Parecíamos dos pibes de excursión! ¡No
sabés
lo cerca que es! Son dos horas y pico de viaje, sólo
porque el
micro para como el lechero. De todas maneras se nos
pasaron
volando, ¡y le dimos a la labia que para qué te cuento!
Cuando llegamos, parecíamos dos pajueranos. Quisimos
dar una ojeada para ver hacia dónde rumbear. Encaramos
hacia
el norte y, a las pocas cuadras, nuestra expectativa se
vio
sobrepasada por la infinita tranquilidad. El sosiego
necesario
para nuestra pesquisa.
No faltaron muchas cuadras por hacer para darnos cuenta
de que las arboledas tenían los troncos marrones. Casi se
les
podía ver la veta. La actividad de los insectos era
increíble,
incluso vimos cascarudos y vaquitas de San Antonio, a las
que
apenas teníamos prendidas de nuestra memoria. Cuando nos
tiramos a descansar, en la plazoleta de la parte vieja,
también
pudimos registrar varias sendas de hormigas, con sus
correspondientes
habitantes. Había todo lo que uno quisiera; pero
no tropezamos con ninguna mariposa ¿No te parece raro?
¿Será que hay que buscarlas como cuando éramos chicos?
Estábamos ciertamente cansados y con ansias de comer.
Dimos unas vueltas y encontramos un bar-almacén ¿Recordás
el que tenía el tío Antonio en Campana? Bueno, ¡ése era
igualito! Un mostrador en ele; hacia la derecha, el bar;
y a la
izquierda, un buen almacén.
Nos pusimos junto a la ventana. Cuando vino el mozo, a mí
me dio una vergüenza bárbara. Julio le preguntó si
podíamos
comernos el queso y el salame que teníamos. El muchacho
nos dijo que sí, y lo único que pedimos fue un cuartillo
de vino
y pan para acompañar. Te podrás imaginar cómo nos
miraban.
En un principio parecía que era por lo que comíamos;
después de un tiempo ya nos molestó tener todas las
miradas
y las cuchicheadas resonando en el silencio. No pasó
mucho
tiempo para que se nos acercara un tal Dalmiro y se
acodara
con la mansa intención de averiguar algo acerca de
nosotros.
¿Estuviste alguna vez en esos pueblos? ¡No hay forma de
pasar desapercibido! Entonces nos entregamos, relajados,
a
conversar con él.
En menos de cinco minutos Dalmiro ya conocía de nuestras
vidas desde nuestro nacimiento. Éra tan abierto como
el sol que nos enjuagaba la cara desde la ventana. Pasaba
de
distintas conversaciones a preguntas, como quien camina
por
su casa a oscuras. Fue entonces cuando Julio lo curioseó
por
las mariposas. ¡Bah! No específicamente por lo que
buscábamos,
sino por el tema en sí. Dalmiro nos miraba con cara de
profundo saber. De esos conocimientos que se rescatan
sólo
buscando al niño que tenemos adentro. ¿Te figurás si vos
hubieses
estado? ¡Como sos vos! ¡En fin! No te lo vas a poder
imaginar, porque el hombre era único. Con el pañuelo al
cuello,
la camisa blanca y las arrugas que deja el hilado de los
años. De pronto sacó un grito sordo de la garganta:-¡El
que
tiene todas las mariposas es Ernesto! Nos quedamos
mirando
con Julio; tratando de seguirlo. Y eso hicimos, porque se
levantó
y empezó a caminar.
Cruzamos el puente. ¿Sabés que el pueblo tiene un lado
norte y un lado sur, y que el río pasa por el medio de
los dos?
¡No vas a creer qué lindas barrancas hay por allá! Las
calles
son tan amplias que la brisa no sabe hacia dónde ir; ¡se
confunde!
Los árboles se cierran en un confuso entrevero; y el
aire te entra, manso, en los pulmones.
Entre la resolana y el parloteo, pasamos por unas
veredas.
Los chicos jugaban sin que nadie los molestara; dos
señoras
en la esquina hablaban con la picardía de amigas de la
infancia.
Y el tiempo que no pasa, porque uno lo está caminando.
¡A vos te hubiese gustado una tarde así!; digo, por lo
tranquila.
Llegamos. Dalmiro se mostró desde la tranquera y,
remontando
un brazo, abrió un saludo sin sonido. Ernesto estaba
escuchando el partido en una reposera, en la galería; con
una
sombra que daba envidia. Se nos acercó con la
tranquilidad
de lo conocido y nos miró desde otro lugar. ¿Sabés una
cosa?
Cuando Dalmiro le dijo: -Esta gente de Buenos Aires está
buscando
mariposas- entonces, nos dimos cuenta de que no
pertenecíamos
a ese lugar.
Con la misma actitud con que se había acercado, Ernesto
se encaminó hacia su casa y, luego de unos minutos,
volvió
con varias cajas planas en las manos. Las puso sobre el
pasto
y, sintiendo el deber cumplido, nos dijo: - ¡Acá están
todas! A
Julio se le hundió la sonrisa y sus ojos se tensaron por
ver tanta
muerte. No podía articular palabra y, por compromiso, le
salió a decir: -¡Ah, no! ¿Sabe?, nosotros las buscamos
vivas.
Mientras volvíamos en el colectivo, no teníamos ánimo
de hablar. Entre mis pensamientos hubo uno más frecuente.
¿Sabés una cosa? No creo que se hayan ido por el color de
los
árboles; creo que se aburrieron de nosotros.
Virrey del Pino 1463
En una noche como aquella, no tan distinta, se desató la
tormenta tropical como para dormir bien, acurrucada,
húmeda,
fetal, amaneció sin ropas, dominadora del espacio y
encadenada
de su tiempo.
La mañana estaba cargada por el espesor de la selva
misionera,
el calor no dejaba mover las paletas del ventilador de
techo, el sibilar de los engranajes se confundían con el
aullar
de los monos y las carcajadas de los Arasaríes.
Con ese mal sueño de confusión y fastidio, ella podía ver
con nitidez la entrada del departamento de Virrey del
Pino
1463 en el barrio de Belgrano, la extrañeza se asentaba
en que
nunca había estado en ese lugar y como vivía en
Caballito, en
raras ocasiones pasaba por esa calle.
Luego de varios llamados del conserje instándola a
levantarse,
Laura decidió aceptar esa orden impartida por ella la
noche anterior, se sentó en la cama, levantó los brazos
como
tratando de capturar un suspiro desvelado, se quedó unos
instantes
mirando fijo la pared, tratando de entender por que le
fueron a poner ese horrible color rosa.
Todas esas imágenes que había visto la mantenían
intrigada
y confusa a la vez. Podía describir con claridad detalles
de
la entrada y de la vereda que más que asustarla la
excitaban.
No entendía que era, no era su imaginación, no era un
sueño,
no lo estaba inventando, entonces, ¿que era lo que Laura
veía?
Más despabilada, pero aun arisca para aceptar la realidad
de tener que ir a trabajar sin tener en claro si valían
todos
esos sacrificios para satisfacer su vocación de
antropóloga, se
plantó en la ducha para evaporar esas imágenes confusas y
sin
sentido, pero a la vez con tanta claridad y certeza.
Entre las gotas de agua de la regadera, se le dibujaba
con nitidez
el picaporte de la puerta principal y como en un conjunto
necesario aparecían las llaves que nunca tuvo, ordenadas
en un
manojo brillaban como brevas con el rocío del campo.
Desganada, sentada en la cama tratando de sacar la tierra
colorada de sus borceguíes, con la convicción de que
desde
hace cuatro meses ni siquiera soñaba con sexo, se
imaginaba
su día de trabajo y el fastidio la invadía hasta el
desconcierto.
El regreso al país fue una decisión pendular, cansada
hasta
el hartazgo de compartir con nadie su vida y el deseo de
sobresalir
que le impuso su padre, explotó en una solución de
aparente
sabiduría y terminó en el arribo a casa y la subsiguiente
escalada de tedio.
Cuando tenía doce años se animó a confesarle a su padre
que su amor era la antropología, y con esa inocencia del
que
presume y no conoce, se obsesionó en ser y mas tarde en
parecer.
Los días pasaron y las metas se cumplían como un
innegable
baticinio de su torpeza.
El calor en la recepción estaba colmado por años de mala
ventilación y la pobreza de un viento que no aparece y el
sueño
de miles de almas estancadas. La saludó el conserje y con
el
mismo aire que inhalaba mordió un gajo de naranja y lo
tragó
de un trozo.
Brutal y vehemente, ese hombre tallado como un ébano,
era el único hombre que la miraba con el deseo que tiene
un
jaguar al estar cerca de su hembra, no lo sentía humano,
era
un animal que la olfateaba y calculaba con precisión el
ataque
de su zarpada.
Sentada en su Land Rover, con su barra de cereal en una
mano y la llave en la otra, se quedó mirando una
fotografía
mnemica, una clara intención de la memoria de recordarle
que
lo vivido en un sueño es real pero diferente, tiene
cuerpo y es
etéreo, la frontera delicada entre la alucinación y el
oráculo.
En la vereda que tan lúcidamente veía, se notaban dos
baldosas
rotas y mal arregladas, esas que se cambian cuando los
del teléfono hacen unos pozos para colocar la fibra
óptica. La
imagen era cambiante, como una película pasada por
cuadros,
en la acera de enfrente había estacionado un Megane, y en
el
mismo lugar en otra foto había un Picasso.
¿Cómo seguir los pasos de esta realidad? Tenía que buscar
mas allá de la entrada, debía juntar el valor para
invadir su
mente y descifrar el camino que la llevaría a su
interior.
Arrancó la camioneta y aceleró despacio para no
sobresalir
del día que comenzaba. Pasó por la comisaría, que era el
único lugar donde había maquina de fax, desde la
ventanilla le
preguntó al policía de guardia si había llegado algo para
ella.
La negativa no causó ningún cambio en la rutina ya que
había
pasado a ser parte de su mundo el olvido y el
desencuentro
con los otros.
A las diez de la mañana el sol tiene la fuerza de un toro
en el arado y desgarra la piel en lonjas interminables,
con la
certeza de que nada cambiaría, Laura ya no se ponía
protector
solar ni cremas hidratantes, y eso la transformaba en un
mutante
colorado con cicatrices superpuestas que le deformaban
los rasgos por la hinchazón y el ardor.
En la carretera, divisó a lo lejos el Pireó, una lanza
clavada
en la tierra que ponen los Mbyá Guaraníes para marcar los
lugares sagrados, dejó la camioneta a un costado del
camino
y se introdujo por el sendero que tanto le había costado
crear, la selva gana más metros por noche que lo que
puede
cortar Laura en un día, tenía que pasar por dos
vertientes y un
manantial para llegar a la zona seis, encontró a una
hembra
Macuco alborotada por el escándalo de los ruidos del
machete
y en el remanso de la aguada decidió descansar.
Sentada en un tronco de Petiribí que había sido
despedazado
por un rayo, cerró los ojos y vio con nitidez una vez
más. Abrió la puerta de calle y entró en una pequeña sala
con
espejos en el fondo, como para dar mayor amplitud al
lugar,
dos escalones separaban ese lugar de los ascensores, eran
pequeños
y silenciosos, con un glamour de las casas antiguas,
estaba forrado por una tela espesa de color verde y se
podía
ver también la pintura haciendo juego.
No había nadie en el lugar, incluso se sentía la ausencia
en la distancia, eso le permitía seguir relajada en la
búsqueda
de recuerdos no conocidos. Estaba segura que la puerta de
la
izquierda tenía cierta dificultad en abrirse, con su
mente decidió
abrir la más lejana y le produjo cierta relajación el
constatar
que era cierto, que esa puerta estaba más dura para
abrir.
Las doce del mediodía y todavía no había llegado al lote,
se
puso de pie y abandonó los esfuerzos por encontrar más en
su
mente. El terreno estaba dividido en parcelas y ella
porfiaba
que en la más lejana iba a encontrar su pieza más
deseada, en
ese mismo espacio un año atrás encontró un osario y desde
ese entonces varios fueron los que estuvieron buscando
sin
éxito hasta que nuevamente declaró su intención de
reanudar
la búsqueda.
Los Mbyá Guaraníes no eran muy distintos que el resto
de los pueblos autóctonos de la zona, en la muerte,
elegían
un lugar casi siempre en un cerrillo, se dirigían solos
con los
despojos, la lanza del difunto, sus boleadoras y en
algunos casos
su caballo y cavaban un pozo lo suficientemente profundo
como para que entre el cuerpo en cuclillas, lo tapaban
con piedras
del lugar y clavaban la lanza en la tierra. La idea de
que
dejaban al caballo le impactaba a Laura, como un
instrumento
para ir a otra parte, pero lo que le provocaba un
sentimiento
de cariño extremo era que ese deudo con su pena se
quedaba
la noche parado en una guardia celestial, acompañando los
restos con dolor y coraje.
Encandilada por el sol, se tapó la cara con un pañuelo
mojado
y al cerrarse la mirada se abrió el ascensor, con un reflejo
conocido su brazo se extendió y marcó el sexto piso. No
había
razón, no tenía ninguna reserva de conocimiento, y allí
estaba
su dedo presionando el botón.
Segura, intrigada y audaz, Laura se dejó elevar como en
un
vuelo aerostático y mantuvo la ingravidez durante los
treinta
segundos del viaje. Abrió la puerta y de inmediato
reconoció
los olores de una historia desconocida, aromas que
inundaban
el pasillo a diario con tanta claridad que se podía saber
que
era miércoles.
Con un instinto visceral giró a su derecha y se encaminó
con paso pausado y sus pies flotaban en el granito
lustrado,
sin dudar quedó enfrente de la puerta con la letra B y
suspiró
de alivio.
Un mono Caí se acercó tanto que al verse los dos se
asustaron
al unísono, y se cayó hacia atrás sobre un helecho
gigante.
Desarmó su mochila y con su pala de rescate y la
escobilla gastada
por la tierra universal, dejó los pensamientos
refractarios
y en cuclillas, comenzó una vez más su eterno día de
trabajo.
Le quedaban unas tres o cuatro horas para desenterrar
una vida, un hombre que amó y sintió, que gozó de la
naturaleza
y de la música de las bestias. La soledad era incompleta,
miles de seres la observaban sin que ella cambiara su
postura,
en tantas partes sintió lo mismo que la costumbre la
convirtió
en un ser trashumante, de frontera en frontera, amiga de
esos
seres desconocidos que la acompañaban cada jornada.
La práctica del detalle en la limpieza de un cuadrado de
un
metro por un metro, la había convertido en una
especialista
del cálculo matemático, del ojo explorador y la mano
inquisidora.
Sin que mediara un descuido, apareció una piedra
irrefutablemente
tallada por el hombre.
Saltó hacia atrás y miró a su alrededor como presintiendo
que había sido vista. Soltó el aire con un sonido gutural
y se
tomó los cabellos para sentirse viva, estaba desesperada
por
continuar pero necesitaba registrar ese momento con la
plenitud
del nacimiento de un hijo.
Sin querer, sin siquiera intentar, sintió en su mano la
llave
que abriría esa puerta, silenciosa y pausada como una
tortuga
de río, se miró los pensamientos que dudaban si tocaba el
timbre o abría la puerta sin mediar sonido. El portal se
abrió y
le iluminaron los ojos el hermoso lugar de estar, a la
derecha
había una biblioteca rematada en el final con un solemne
reloj
de pared, una alfombra mullida silenciaba sus latidos y
desde
el equipo de música, que no veía, reconoció el piano de
Elis
Marsalis tocando con su hermano.
La luz ubicada en los rincones invitaban a entrar y
descansar.
Los sillones que los presumía hacia la izquierda de la
sala,
eran la meta de su llegada. A la distancia se olía algo
acaramelado
y una voz desconocida.
Giró hacia el sofá y Laura se vio, descansando entre
almohadones
con un libro en el regazo. La tentación fue extrema,
Laura despertó a Laura y Laura no dudó que soñaba.
Ulises
Hacía una semana que Ulises estaba perdido sin encontrar
una costa en donde descansar. Agotado, hambriento y con
las
fuerzas delgadas como su cuerpo.
Durante la mañana del martes se le dibujó una playa en
sus
ojos; como un espejo que le irradiaba lo más buscado.
Desfilaban
por su memoria los seis meses sobre el mar; con
solitarios
descansos en algún peñón desolado o en un islote desierto
que, con alguna vertiente de agua dulce, le permitía
salvar la
sed y buscar el regreso a casa. Más de una vez, aturdido
por la
soledad, había pensado en abandonar, como regresando a un
vientre que lo cobijara en la espera. Hasta que la brisa
mutaba
en un viento ascendente, que lo avanzaba a la carrera
hacia la
playa y se desplegaba como una gran vela que lo alejaba
de su
desierto para vencer en el mar.
Esa mañana Ulises había perdido la memoria en pleno
vuelo, como silenciando la caída y acelerando un final no
muy
lejano. No sabía adónde ir. El sur se había transformado
en
un norte desdibujado; la razón de llegar se había
truncado en
el sinsabor del para qué. Los flancos desplegados le
permiten
ahorrar algo de energía, si es que aún le queda algo. Una
mirada
entre dormida, cargada de reflejos; sal en el cuerpo y en
la boca, augurándole el final próximo. Su vida había
cambiado
tanto que no se reconocía y se recordaba diferente.
Cuando
alguien viaja en forma frecuente, se desconoce a medida
que
cambia de lugar. Así es que Ulises, perdido, había
quedado
mucho más desolado al permanecer sin recuerdos.
Un madero de cedro astillado flotando en la rompiente se
había convertido en una improvisada balsa antes de la
caída.
Ya sin potencia y desde ese soplo, próximo a perder la
sensatez en la playa; rodando como un cuerpo muerto. Luego el sol
realizó su trabajo. Sólo la noche le facilitó una
oportunidad.
En el amanecer, Filopapo caminaba por la costa como todas
las mañanas. La orilla estaba completamente lisa y
destacaba
con fuerza la figura inerte de Ulises. Filopapo tenía
indicaciones precisas de qué hacer cuando pasaban estas
situaciones.
De hecho, estaban esperando por Ulises desde hacía
un tiempo. Sabía que estaba vivo a pesar de no observar
en él ningún signo de subsistencia. Lo levantó, no con
cierta
dificultad, y lo trasladó hasta la casa en la búsqueda de
nuevas
directivas.
La residencia de Beatriz
estaba detrás de las dunas, así que
Filopapo arrastró el cuerpo de Ulises la mayor parte del
trayecto
como un organismo indolente. Al llegar al portal, Beatriz
lo había tomado en sus brazos y lo había sostenido hasta
acostarlo
en la mesa hecha con el fuelle de una fragua antigua.
Las habitaciones contenían dos galaxias, con tantos
objetos
como historia tiene el universo. Las cosas estaban tan
agolpadas que ni siquiera podían orbitar entre sí; la
energía
era tal que la brillantez hacía claudicar los párpados, y
las fragancias
eran extremadamente agradables, con reminiscencias
a lavanda, almendras y frutas silvestres. Filopapo y Beatriz
se miraron por unos minutos a la espera de una conexión en
sus pensamientos. Luego de esos instantes decisivos para
la
recuperación de Ulises, se abocaron a ponerlo cómodo y
hacer
una sopa de pescado para cuando despertara. Le pusieron
compresas frías y lo cuidaron durante cuatro días hasta
que
despertó.
Durante ese tiempo Ulises estuvo recuperándose y, si no
hubiera sido por la memoria, se podría decir que ya
estaba
en condiciones de partir. Beatriz
tenía el convencimiento de
que la única que podía ayudar en tal menester era Nali.
Ella
lograba una comunicación distinta con estos viajeros que,
de
tanto en tanto, aparecían por esas costas. En la mañana
del
martes Filopapo acompañó a Ulises a verse con Nali.
Ulises se
mostraba agradecido e intentaba disimular el fastidio que
le
provocaba no recordar sus orígenes; Nali le preguntó:
-¿Qué
es lo primero que deseás recordar?
-Quiero volar- dijo Ulises. Entonces Nali lo llevó a la
playa,
marcó un cuadrilátero con las piedras que estaban
descubiertas
por el mar, y le dijo que se sintiera un ave.
Ulises capturó de inmediato la mística idea que ella le
estaba
enviando desde sus pensamientos, y se subió a las cuatro
piedras. En la primera, observó el horizonte y rememoró
gran
parte de los días previos a su llegada. En la segunda,
impregnó
su cabeza de aire marino, y dejó saturada de sal su
nariz.
En la tercera, escuchó al mar. Permitió que olas de todos
los
océanos (y el murmullo de la estela que se pierde en un
silencio)
entraran en sus oídos. Por último, en la cuarta piedra,
lo
invadió un deseo primitivo, y depositó excremento como un
inequívoco símbolo de su paso por la marina.
Luego de conversar un tiempo en la arena, con la mirada
fija en la marea, Nali se levantó y sonriente le dijo:
-¡Mañana
vas a volar!- Ulises se quedó estático y complacido,
escudriñando
los recuerdos que avanzaban en su reminiscencia.
Como una bruma espesa lo envolvió un deseo irrefrenable
por
volar. Subió a la última piedra, dio unos pasos,
afirmando el
cuerpo como poseído por extrañas contracciones, se
desplegó
entero y saltó al aire invadido de un poder inexistente.
Cayó
en el arenal con su cabeza enterrada en la conchilla.
Avergonzado,
pero sin decepción, se abstuvo de intentarlo otra vez, y
optó por esperar el día.
Ulises había decidido dormir en la orilla del mar, y
Filopapo
lo acompañó como fiel guardián de su estadía en la casa
de Beatriz.
Ambos estaban acostumbrados a hacer noche al
sereno.
Al despertar el día, Ivo nadaba, como todas las mañanas,
rumbo a la playa. Era un niño que, por decisión propia,
era
feliz; y para esto debía ser niño por siempre. Era tal su
gracia
que su cariño se reflejaba como agua cristalina entre
todos los
que miraba. Al salir del mar, caminó directo hacia Ulises
para
secarse al sol. La mañana estaba tan clara que se podía
ver más
allá de los ojos. Se sentó al lado de Ulises, indiferente
a su presencia.
Ulises, sin embargo, lo miraba extrañado, y lo rondaba
con pasos cortos, girando su cabeza cada vez que cambiaba
el ángulo de visión. Luego de esa presentación sin
protocolo,
ambos se echaron en la arena a tomar sol, sin esperar
nada de
esa jornada. Al cabo de unas horas Ivo se levantó y
comenzó a
caminar hacia la orilla, Ulises, siguiendo un instinto
desconocido,
lo acompañaba a la par. Ambos sintieron el agua fresca
y, como sus dedos se hundían en la arena empapada, frenaron
el irresistible deseo de nadar que provoca esta emoción.
Ivo
miró por primera vez a Ulises a los ojos. Se conectaron
de inmediato.
El iris de Ivo, con su código irrepetible entre todos
los seres vivos, era el mismo que el de Ulises; quien,
luego
de superada la atracción inicial, se dedicó a descifrarlo
como
una roseta misteriosa que se abría en su mente. Un viento
del
sudeste, proveniente del fondo del mar, acariciaba la
orilla y
se hacía ascendente al entrar en la costa. Ulises se
irguió en
puntas de pie, incorporó tanto aire como pudo, abrió sus
alas
y voló, como una gaviota atlántica.
Así como aquél que en el sueño se deleita
Y su deleite viene de loco pensamiento,
Me ocurre a mí, pues el tiempo pasado me retiene
El imaginar que otro bien no existe.
Ausias March
El Soltel
El Soltel está parado sobre una rama con la mirada
perdida
en el horizonte, como si buscara un color antes del
atardecer.
Por sus retinas pasan las imágenes de tantas vidas como
ha tenido.
Con la parada erguida su belleza no puede ser admirada
por nadie. El pecho es gris, en tonos lila. Las plumas
son de
un azul intenso, y un suave brillo lo acaricia; las
manchas naranjas
se confunden formando calles, de líneas intermitentes,
sin un orden aparente. La elegante cabeza, en ángulos
firmes,
está mechada por una cresta en tonos bordó; con dos
plumas
en rojo y anaranjado. Perfecto. Un cuello blanco,
afirmado
con una delgada corbata al tono resalta aún más el porte.
Una
cola en abanico y sus dos penachos blancos le dan un
toque de
gracia. Él está observando su vida en un sinfín de
imágenes.
No es la primera vez que ha sido pájaro. Fue halcón en el
siglo
XV, en el sur de Francia.
Fue también un mirlo, en 1836, en la catedral San
Esteban,
en Viena. Quizás esa ha sido su mejor vida como ave. Los
bares de la plaza le permitieron un buen sustento, y la
amigable
compañía de los parroquianos lo mantuvieron entretenido.
Debajo de uno de los aleros externos mantenía un nido
desde hacía años, y la vida transcurría sin pesares hasta
que
un invierno las extremas nevadas y la ausencia repentina
de
público quebraron su espíritu. Murió una noche de
febrero.
Una brisa le hace perder el equilibrio y, en un acto
reflejo,
abre sus alas y recompone la postura. Mira a su alrededor
y,
si pudiera sonreír, lo haría con placer. Se afirma al
abeto que
lo yergue imponente en la altura, y continúa recorriendo
sus
contemplaciones.
Por una extraña coincidencia se corta la infinita cadena
de
encarnaciones, y el Soltel se queda, perpetuo en el
tiempo, con
ésta, su última y agraciada vida.
Al escindirse la eterna sucesión de albores, quedó
sentenciado
a la infinitud. Los días pasaron con imperecedera
paciencia,
y él pudo ver su historia como ráfagas de pensamientos
agolpados por siglos.
De las veces que fue hombre, tantas como parpadeos tienen
sus ojos, se reconoce de una hermosura sobrenatural; ya
sea en la India antigua o en la China de los reyes Shang.
Esto
fue muchas cosechas atrás de la llegada del primer
emperador.
El Soltel tenía el poder de las artes proféticas en los
caparazones
de tortuga, en los que solía apuntar textos. Estos
pasajes, delimitados en los huesos oraculares, son los
caracteres
más antiguos de la escritura china. Conoció a Darío y fue
amante en su corte; participó en todas las derrotas en
que los
humillara Alejandro.
El ojo se detiene en un recuerdo cuando, siendo un
esclavo
griego, sirvió a una dama romana en Messina. Fue éste
quizás
su tiempo de mayor esplendor. Pagaron por él para asistir
en
las tareas caseras, pero el fin que Diana tenía era que
fuera su
preferido. Y, con extrema dedicación, lo cumplió. Alto,
moreno,
con el cuerpo tallado por siglos de batallas. La cabeza
firme, recortada por una masculinidad sobresaliente; la
vista
penetrante y los párpados caídos con aire de ternura.
Eran la frente, la nariz, o el mentón prominente los que
mostraban, sin lugar a dudas, el carácter que disimulaba
con
gestos sutiles.
Ahora se encuentra una vez más mantenido por sus
recuerdos; pero el pasado y el futuro no sostienen conexión alguna.
Hoy siente que está dentro de un salón de espejos que le
refleja su luz desde todos los ángulos, pero no divisa la
salida.
(La pérdida de la mortalidad es un drama que no permite
disfrutar
el presente, y coloca al individuo en una permanente
abulia, destinada a consumir los días sin sentido).
Un reflejo de luz en un delgado hilo de agua lo distrae
de
sus recuerdos y decide bajar a darse un baño aunque no
tenga
calor. En la monotonía, sus ojos son la única señal de
vida.
Atentos, escudriñando las corrientes de sus evocaciones;
aunque
su duradera existencia sea sólo una permanente copia de
sí mismo, y el vivir se haya transformado en un devenir
de
bellezas personales. Los logros se van desdibujando con
las
noches. Sólo le queda el placer de haber sido admirado
por
su figura.
Dos piedras se desbarrancan y dos parpadeos logran
distraer
tantos pensamientos sin emoción. En el deambular de
los peñascos calcula lo útiles que le serán, en otros
días, para
sentarse a contemplar. (A pesar de que lo intenta, no se
reconoce
desaliñado; incluso cuando integró la expedición de
Hernán Cortés, en la que se ve brutal y sanguinario, pero
mancebo
solícito y caballero gentil. O en la conquista maya, con
la
ferocidad que los tiempos le indicaban, cuando llegó a
capitán
y murió de sífilis en la selva, a los cuarenta y tres
años).
La historia y su pasado están ligados por artificios
inconfundibles.
Así, si su vida es de campesino en Jordania, su
existencia
está rodeada de placeres y admiración.
Dado que el presente le resulta impasible, el intercambio
con lo vital sería el resultado de una firme necesidad de
conectar
los recuerdos con sus sentimientos. Y había sido la
claudicación
entre sus cuerpos inanimados y las emociones surgidas
de esos retratos tan bellos (aunque carentes de amor) lo
que lo
habían mantenido en sus desventuras.
Ahora está detenido sobre el agotado vástago, con un
linaje no merecido; vislumbrando entre los últimos matices del
crepúsculo, como siempre, como antes, para finalizar su
eterna
espera, la figura de aquélla
a quien siempre anheló.
Me encantó el cuento "Dúplex"! me dejó con ganas de que continuara, luego iré leyendo los demás, saludos!
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