La bajada de Boedo en la autopista central, es un pretexto necesario para frenar el vértigo de esa vía.
Una pendiente pronunciada, una salida a una calle angosta, a mitad de cuadra. Un semáforo somnoliento que de tanto en tanto recuerda dar el paso.
Aquí estoy, justo en el lugar de inflexión a la rampa. Una larga fila de autos y camionetas hasta abajo y un ejército de personas que repechan la cuesta, piden y ofrecen, muestran y se mueven por los lados de la fila.
Un malabarista a lo lejos, se ve la cabeza y los conos volando por el aire.
Una jovencita de cara triste pidiendo unas monedas, con una niña enganchada a su cintura como un koala, es la primera en pasar.
Vendedores de flores, baratijas, cargadores de celulares y limpiadores de vidrios que nunca están sucios. Uno detrás de otro pasan por cada coche.
En el auto de adelante, una parejita; parecen divertidos ella de costado se veía algo de su cara sonriente.
Mucho movimiento por los lados, tocan una y otra vez el vidrio para llamar la atención.
De pronto la muchacha del auto no está más a la vista.
Miro por los lados y tampoco está afuera.
Solo veo al muchacho que reclina la cabeza hacia atrás y en un instante relaja los brazos hasta dejar caer los hombros. Segundos después aparece la chica sentada a su lado.
Todas las personas van bajando la pendiente porque ya tienen calculado el tiempo de espera.
Antes de avanzar pienso y me digo: Nadie vio a nadie.
Alejandro Nevio Lemos
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