Cuándo tenía tu edad


                                                           Para Canela,
                                                           Que soñamos con las mismas estrellas de colores.

Cuando tenía tu edad

Los días pasaban serenos como una caminata  por el bosque. La luna era la misma luna, iluminaba las hendijas de mis pensamientos, los rincones de mis emociones y las noches que escribía el por venir, tal como ahora, con sus cachetes blancos y su luz enamorada, sigue destellando la mañana por nacer.
Cuando tenía más o menos tu edad, el colegio era el mismo centro de movimiento vertiginoso, de estudios incesantes, cómplices del aprendizaje múltiple.

Los días pasaban como gotas de lluvia y escarchas en la vereda. Con sacos pesados y pupitres tallados por cientos de puntas, desde el compás, inútil compañero de todo el año, hasta alfileres teñidos en el filo, con la otra caduca tinta china.
Las semanas en sí, eran una repetición de si mismas. El avance se podía medir, en el número de páginas del manual.
Durante la semana no había descanso, la mañana era temprano, más temprano que el zorzal. La tarde era de sueño, con siesta o fulbito en el patio. La noche avanzaba tan veloz, que la cena dormía junto a mis ensueños.
Afortunadamente venía invariable cada fin de semana, una vorágine de cosas por hacer. Algunas muy deseadas y otras, insoportablemente tediosas.  Todas, despertaban en mí, la curiosidad de lo diferente.
Sin embargo, el domingo tenía una serie de rituales que concluían en un solo lugar. Una cascada de ilusiones que se iban abriendo espacio a medida que el sol avanzaba con su energía de luz y calor.
Luego del desayuno, mirar el diario, con las dos únicas cosas importantes para un chico de doce años. Las historietas de cada fin de semana y por otra parte, las páginas de deporte.
Ver la tabla de posiciones, hacer innumerables cuentas en el aire para imaginar los mejores resultados.
Leer atentamente las formaciones de los equipos, jugar en mi cabeza con las estrategias que podían poner los técnicos y crear en mi corazón las condiciones básicas para un hermoso domingo de futbol.
Cuando yo tenía más o menos tu edad, la avenida San Juan era de doble mano y pasado el mediodía, ya se sentía el bullicio y la descarga de voces que avanzaban por las calles. Ese pueblo, gritaba, vociferaba y golpeaba cuanta cosa sonora podía haber a mano.
Entonces, la comida era un infierno de lentitud, hubiese pagado por no almorzar. Rogaba por que no viniera una tía  de visita y la sobremesa se extendiera más de lo habitual.
Comía como tragando sapos, decidido y ferozmente rápido. Mis oídos escuchaban una melodía que resonaba como la más maravillosa música.
De pronto, se abría el portón de la felicidad. Me llamaban para darme unos pesos y un beso en la frente, con un: ojalá que ganen.
Me ponía a caminar por la avenida como para el río, iban pasando los camiones, repletos de alegría, amuchados como el sol al amanecer y apretados como el malvón del ventanal.
Por ese entonces, cuando yo tenía más o menos tu edad, los camiones iban a la cancha sin permiso, solo por disfrutar el partido. Avanzaban entre el empedrado con la montaña de coros conocidos. Todas las caras distintas, todos los sentimientos el mismo.
También los camiones eran diferentes, en la parte de atrás, tenían una caja con barandas donde se apilaba la maza unida por los colores. Otros, eran chatos, un piso que flotaba y avanzaba por la ciudad. Los más aventureros, se sentaban de costado con los pies hacia el asfalto, otros, se ponían de espalda a la cabina del camionero y los más fervorosos, saltaban cantando por el medio, como si fuera una pista de baile andante.
Había que estar atento, parado en un semáforo o en un andar despacio. Mirar hacia atrás a cada momento y esperar la combinación adecuada.
Cuando el movimiento amenguaba, cuando se detenía un instante, había que salir corriendo y subir por detrás. Usábamos el paragolpe trasero como estribo y varios brazos se estiraban para subirte al camión. Armoniosamente, alguien le gritaba al chofer  rompiendo el sonido: ¡Frená! Que sube un pibe.
Cuando tenía tu edad, había códigos claros para poder subir, solo llevar los mismos colores y amar la misma camiseta. Luego era fácil, por que la vida era fácil cuando cantábamos todos lo mismo.
Unos minutos para acomodarme y estaba iniciado el ritual, a revolear los trapos, cantar hasta desgañotarme y soñar con Boca campeón.

Alejandro Lemos
10 de Marzo de 2012

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