Ciudad de la Paz entre José Hernández y Virrey del Pino.
Todos los días llegaban esos dos autos cerca de las cinco de la tarde.
Todos los días el mismo ritual: se estacionaban en doble fila, con las balizas encendidas a la espera que un auto abandone el lugar y quede un estacionamiento libre y gratuito.
Uno de ellos elegía sistemáticamente del inicio de la fila, tres autos hacia delante, quedaba paralelo al cuarto auto y mantenía una vigilancia sobre los tres autos que lo precedían.
El otro, ocupaba el fin de la calle, en una geometría de espejos.
Ambos leían el diario con extrema minuciosidad. Sabían que podía llegar a pasar una o dos horas hasta que se desocupara un lugar.
Un vaivén rítmico de miradas. Primero hacia delante, después por el espejo hacia atrás. Por último otra vez al diario que quedaba como en un atril en el volante.
De tanto en tanto se cruzaban esas miradas por el espejo de uno y el parabrisas del otro.
Cuando uno de ellos lograba estacionar, luego de cerrar el auto se cruzaban unos vistazos indolentes, con la insensibilidad del que nada dice.
Esa tarde de Enero se manifestaba como todas las tardes al regreso del trabajo. Cada uno en su puesto, cada uno en su asecho.
La diferencia fueron las horas que transcurrieron. Las primeras dos horas y media fueron lentas, calurosas y de una pasmosa soledad.
Luego, cada media hora restante las sentían como triples. Agotados y fastidiados finalizaron las lecturas de los diarios. Las noticias de la radio eran puñales en los oídos. La música, que calma las fieras, no entendía de estas dos personas mortificadas.
Allá por las nueve y cuarto de la noche, apareció una mujer con muchos paquetes y fue directamente a un auto que estaba en el medio de los cazadores.
Dejó todo sobre el capot, como si abandonara una pesada carga y en una minuciosa liturgia, abrió la puerta delantera y dejó la cartera. Puso con cuidado un envoltorio que parecía frágil en el asiento del acompañante.
Abrió la puerta trasera, dejando la primera abierta, con la clara intensión de ventilar el interior del auto.
En el asiento trasero fue colocando el resto de los paquetes, uno por uno, en una insufrible búsqueda del equilibrio perfecto.
Ambos hombres seguían el improvisado protocolo con una ansiedad que los mantenía rígidos de control. El único cambio sobresaliente era que las manos de ambos, transpiraban sin freno.
Al finalizar el milimétrico orden, cerró la puerta trasera y se quitó el saco para manejar más cómoda.
Allí, justo en ese momento, aconteció lo inesperado: El auto de adelante puso la marcha atrás y las luces se encendieron como un inequívoco grito de hostilidad.
El auto de atrás, que por derecho adquirido, consideraba que ese espacio era suyo, prendió las luces para marcar el territorio.
En un instante la mujer vio como esos dos autos cerraban tanto el espacio, que parecía un túnel por salir.
Maniobra tras maniobra, sin emitir palabra, la mujer logró poner su auto perpendicular a la acera.
Ambos hombres con la mirada fija en el espejo del primero. El sudor los cubría como luchadores de sumo a punto de topetarse.
Cuando la mujer logró dejar ese atolladero, los dos autos se zambulleron sin criterio alguno, de punta uno y de cola el otro, a ese magro territorio. Quedaron a 45 grados, en una ridícula posición.
Luego de unos instantes de silenciosa tensión, con la imposibilidad de verse (uno miraba a una vereda y el otro la de enfrente), se fueron relajando como para diseñar una nueva estrategia.
Apagaron los motores y las luces por poco, sincronizadamente. Tomó cada uno su saco y su portafolio y salieron a la calle.
En el medio de la calzada, fue inevitable. Se cruzaron esas miradas penetrantes y al unísono les salió ese gesto riguroso.
A la mañana siguiente se encontraron otra vez. Ambos autos seguían en esa cómica colocación. Cada uno de los hombres retiró el papel con la infracción de tránsito. Cada uno de ellos lo puso en el bolsillo y así iniciaron otra vez el día.
Alejandro Nevio Lemos
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